Esa niña se encontraba dibujando en el suelo con una rama, formando trazos de un lado a otro hasta crear un dibujo en el suelo, parecía ser su amiga la criatura. La criatura dejó la presa que había cazado a un lado, observando el suelo con curiosidad. La pequeña la miraba con una sonrisa que no necesitaba palabras y señalaba su dibujo con la rama.
Eres tú
La criatura se agachó, inclinando la cabeza como si quisiera entenderlo mejor. El dibujo era tosco, apenas unas líneas torcidas y un par de orejas grandes, pero había algo en él que la hizo detenerse: por primera vez, alguien la había mirado con intención. No como parte del bosque, sino como algo propio, digno de ser recordado. La pequeña soltó una pequeña risa y siguió trazando líneas. Dibujó también el peluche a su lado, y luego, un sol arriba de ambas. Su amiga no sabía qué hacer, solo observaba fascinada cómo aquella pequeña convertía un pedazo de tierra en un espejo donde ambas existían.
Entonces, tomó una ramita con delicadeza entre sus garras y trazó una línea al lado del dibujo. La otra la miró sorprendida.
—¿Tú también dibujas? —preguntó con una voz llena de asombro.
No hubo respuesta. Solo un leve movimiento de cola, un gesto casi imperceptible pero bastaba. Era su forma de decir sí. Por primera vez, ambas creaban algo juntas. Y entre líneas torcidas, risas y polvo en los dedos, el bosque empezó a reconocerlas como una sola historia.
La pequeña caminaba detrás de su amiga, observando atentamente cada movimiento que hacía. Le fascinaba la manera en que su amiga mantenía una postura similar a la de los otros animales, el equilibrio en su andar, y cómo usaba las manos como las patas delanteras para moverse mejor en el suelo como lo ha hecho siempre. La niña trató de imitarla graciosamente.
Puso las manos en el suelo, estiró las piernas hacia los lados y dio unos pasos torpes sobre la hierba húmeda. El intento duró apenas unos segundos antes de perder el equilibrio y caer acostada con una risita. La otra volteó al oír el ruido, y al verla en el suelo ladeó la cabeza, curiosa.
—Estoy practicando —dijo mientras se levantaba con esfuerzo— Quiero caminar como tú.
No entendía todas las palabras, pero algo en el tono de su voz la hizo quedarse quieta. La pequeña volvió a intentarlo, más despacio esta vez. Sus pasos eran cortos, vacilantes, pero en cada uno ponía toda su voluntad. El sol atravesaba las hojas, y por un instante, la silueta de ambas se proyectó en el suelo: una figura alta y firme junto a otra pequeña que trataba de seguir su ejemplo. Ella sonrió, imaginando el día en que pudiera presentarse ante sus padres y decirles con orgullo:
—Miren, aprendí a caminar como ella.
La criatura se acercó, apoyó suavemente una garra en su hombro y la ayudó a mantener el equilibrio, en la misma postura que estaba haciendo ella y que solía hacer mientras descansaba. No dijo nada, pero ese gesto bastó para que entendiera que, aunque aún le faltaba mucho por aprender, no estaba sola en su intento.
Soltó una pequeña risa al ver lo tranquila que estaba su amiga, y entonces, pensó en que si ella le estaba enseñando a moverse como alguien del bosque podía enseñarle a moverse como lo hace ella. Su amiga la observó con atención. La niña levantó la rama y, con una mezcla de emoción y seriedad infantil, la usó como si fuera una varita con la que pudiera ordenar el mundo.
—Así, ponte así —dijo, enderezando su propia espalda y mostrando cómo debía hacerlo.
Ella, sin entender del todo, obedeció. Se levantó lentamente, recta, como lo indicaba la pequeña. Sus pies, acostumbrados a moverse con la agilidad de una criatura del bosque, se afirmaron con torpeza sobre el suelo firme. La niña sonrió y, sin soltar la rama, le ofreció su otra mano. Ella la miró con cierta duda, pero finalmente la tomó. La piel cálida y pequeña de la niña se cerró sobre la suya con una seguridad sorprendente.
—Ahora camina —dijo, dando el primer paso.
La criatura la siguió. Un paso, luego otro. Los movimientos eran lentos, casi ceremoniales. El sol del mediodía filtraba sus rayos entre los árboles, iluminando la escena como si el bosque mismo estuviera observando. La niña se reía con cada paso que daban, encantada de ver cómo su amiga la imitaba, aunque de manera torpe y rígida. La criatura, por su parte, la veía con curiosidad y cierta paz; algo en ese juego tenía sentido, como si aquella pequeña estuviera mostrándole algo que siempre había estado destinado a aprender. Al final, la pequeña bajó la rama y dijo orgullosa:
—¿Ves? ¡Así se camina como las personas!
La criatura inclinó la cabeza, sin palabras, pero con una expresión que, aunque animal, transmitía algo cercano a una sonrisa. Por primera vez en mucho tiempo, no fue ella quien enseñó algo del bosque, sino quien aprendió. Se quedó mirándola mientras la pequeña seguía riendo, orgullosa de lo que había logrado. En el fondo, no entendía por qué era tan importante caminar de esa forma, pero algo en la expresión de esa niña la hacía querer seguir intentándolo. Recordó las veces en que se había levantado así antes: para alcanzar un fruto escondido entre las ramas altas, para observar un claro desde lo alto o cuando la curiosidad la hacía querer ver más allá de los arbustos. Nunca pensó que aquella postura tuviera un propósito distinto. Ahora, sin embargo, era diferente.
La niña la miraba con tanta esperanza, con tanta confianza, que por un instante se sintió obligada a comprender. Movió una pierna hacia adelante con torpeza, tratando de imitar los pasos que le había enseñado. Sus brazos, normalmente usados para apoyarse o escalar, ahora permanecían cerca del cuerpo, balanceándose de forma extraña. La pequeña la observaba con los ojos llenos de emoción, animándola con suaves risas y gestos.
—¡Muy bien! ¡Así! —decía con entusiasmo, levantando los brazos como si estuviera celebrando algo enorme.
Se detuvo, respirando despacio. No sabía exactamente qué estaba haciendo, pero sentía algo distinto en el cuerpo. Algo que no era solo equilibrio: era como si cada paso tuviera un sentido nuevo. La niña, al verla detenerse, corrió a su lado y la tomó nuevamente de la mano, repitiendo aquella frase que empezaba a decir cada vez más seguido:
—Tú puedes, amiga.
Esa palabra, resonó en ella con una calidez que no había sentido antes. Por un momento, no se vio a sí misma como una criatura del bosque, sino como algo que estaba empezando a cambiar. Miró con calma a la pequeña mientras hablaba, sin entender del todo sus palabras, pero reconociendo en su tono una ternura que no había sentido antes. Ella, sentada frente a su amiga, sonreía ampliamente, con las manos llenas de tierra y hojas pegadas en el cabello, como si nada más en el mundo importara que ese momento. La criatura ladeó la cabeza, observando sus gestos, la forma en que movía los labios, el brillo en sus ojos. No comprendía cada sílaba, pero sí el significado que había detrás: paciencia, cariño, compañía. Entonces, bajó la mirada hacia sus propias piernas, recordando lo torpe que había sido al intentar caminar erguida. Aun así, movió una de sus manos hasta tocar la de la niña, imitando su gesto, y luego asintió lentamente, como si quisiera decirle que lo intentaría otra vez. La pequeña soltó una risita y dijo con voz suave:
—Así está bien. Vas aprendiendo, poquito a poquito.
El sonido en los labios de la niña hizo que algo dentro de ella se encendiera. No sabía qué era exactamente: tal vez la comprensión, o quizás el simple deseo de seguir aprendiendo. Y ahí, bajo la sombra de los árboles y con la luz del sol todavía filtrándose entre las hojas, las dos permanecieron un rato en silencio, compartiendo aquella paz tan sencilla y nueva. Ambas se quedaron mirando al cielo por un largo rato, con el murmullo del viento moviendo las hojas sobre ellas. Los pájaros cruzaban el aire en grupos, trazando curvas suaves entre las ramas, cantando con una libertad que ninguna de las dos podía describir. La niña, recostada sobre la hierba, levantó una mano como si quisiera tocarlos, y murmuró algo apenas audible.
—¿Crees que somos como ellos?
La criatura no respondió, pero sus ojos siguieron el vuelo de los pájaros con la misma atención. En su interior, algo se agitaba, una sensación que no conocía. Era como si comprendiera lo que la pequeña quería decir sin necesidad de palabras. Ambas parecían pensar lo mismo: que tal vez sí eran como ellos. Dos espíritus que, por alguna razón, habían coincidido en el mismo cielo, en el mismo instante, y que ahora compartían una misma libertad, una misma búsqueda. El viento sopló con suavidad, y en ese momento, la criatura levantó el rostro, dejando que su pelaje se meciera con la brisa. su pequeña amiga la imitó, cerrando los ojos y sonriendo. Por primera vez, tras el aprendizaje que hicieron, no se sintieron distintas del resto del bosque.
El bosque se fue quedando en silencio cuando los pájaros se alejaron, dejando tras de sí un eco de alas y cantos que se disolvió entre las hojas. Entonces, algo descendió suavemente desde el cielo, girando en el aire hasta posarse frente a ellas: una sola pluma blanca, tan ligera que el viento parecía jugar con ella. La pequeña la miró con asombro y la tomó con cuidado, como si sostuviera un pequeño tesoro. Se la mostró a su amiga con una sonrisa, y en ese gesto simple ambas comprendieron lo que las palabras no podían decir. No necesitaban respuestas. No necesitaban entender por qué el bosque las había unido. Eran parte de algo más grande, algo que respiraba en cada rama, en cada corriente de aire, en cada latido compartido entre la niña y la criatura. Ésta observó la pluma, y sus ojos reflejaron la luz de la tarde. Su amiga la colocó entre sus manos, como una promesa silenciosa: la de cuidar y ser cuidada, la de vivir en armonía con todo lo que las rodeaba.
Ese día, ambas aprendieron que ser parte de la naturaleza no era entenderla, sino sentirla. Y con esa certeza, siguieron su camino entre los árboles, llevando consigo la pluma como símbolo de lo que ahora las unía.
El día avanzaba entre luces suaves y risas pequeñas que se perdían entre los árboles. La pequeña había convertido su enseñanza en un juego: señalaba cosas, pronunciaba despacio, repetía palabras una y otra vez, esperando que su amiga hiciera lo mismo. Ella, con su voz áspera y curiosa, trataba de imitar los sonidos, aunque solo lograba emitir sílabas entrecortadas que hacían reír aún más a la niña. Cada intento era celebrado como si fuera un milagro, y en cierto modo lo era. La criatura no solo aprendía a hablar, aprendía a comunicarse, a conectar.
Por la tarde, continuaron con su otro ritual. La animaba a ponerse de pie, tomándola de las manos y guiándola con pasos lentos sobre la tierra. A veces tropezaban, otras reían, y cuando lograba mantener el equilibrio por unos segundos, la niña aplaudía emocionada.
El bosque se llenaba de esos sonidos: risas, pasos suaves, sílabas torpes, y el murmullo de las hojas movidas por el viento. En ese rincón oculto del mundo, una niña enseñaba a una criatura a ser algo más que una bestia; y una criatura, sin saberlo, le enseñaba a la niña lo que significaba estar viva.
En ese rincón oculto del mundo, una niña enseñaba a una criatura a ser algo más que una bestia; y una criatura, sin saberlo, le enseñaba a la niña lo que significaba estar viva
El cielo se teñía de tonos naranjas y rosados, y el aire comenzaba a enfriarse lentamente. Ambas estaban sentadas sobre la hierba, con las piernas estiradas y las manos llenas de tierra del juego que habían tenido durante el día. La niña levantó un brazo hacia el horizonte y, con voz suave, murmuró:
Hermoso
La criatura la miró, inclinando un poco la cabeza. No entendía del todo la palabra, pero notó la expresión en el rostro de la niña, esa mezcla de calma y alegría. Siguió su mirada hacia el cielo y lo observó con atención. Para ella, el atardecer era solo parte del día, un cambio de luz que había visto miles de veces en su soledad. Pero ahora, por primera vez, esa simpleza tenía un sentido distinto. El gesto de la niña lo hacía diferente, más cálido. De un momento a otro movió los labios, tratando de repetir lo que había oído.
—...Er...mo...so...
La palabra salió casi como un susurro, apenas reconocible, pero suficiente para que su amiga la mirara con los ojos abiertos y una sonrisa enorme.
—¡Sí! —dijo la pequeña, riendo y aplaudiendo— ¡Hermoso!
No sabía exactamente qué había hecho bien, pero al ver a la niña tan feliz, entendió que aquello que acababa de pronunciar también lo era.
Había llegado la noche. El bosque estaba envuelto en un silencio profundo, solo interrumpido por el canto lejano de los insectos y el murmullo del viento entre las hojas. Ella permanecía quieta, sentada junto a su pequeña humana, observando cómo dormía abrazando su pequeño lobo de peluche. Su respiración era suave, acompasada, como si soñara con algo pacífico. La observaba con la misma atención con la que antes solía mirar el movimiento de las estrellas o el correr del agua. Pero esta vez no buscaba respuestas del mundo: las buscaba dentro de sí.
Llevó una mano a su cuello, recordando el sonido que había salido de su boca al decir ‟hermoso.” Aún sentía el leve temblor de su voz resonando en su garganta, un eco desconocido pero dulce. No era solo un sonido: era una puerta que la niña había abierto para ella.
Miró el cielo, tratando de encontrar el mismo color que habían compartido horas antes. Y sin saber por qué, sonrió. Quizás, pensó, el cielo también había querido aprender una palabra nueva aquella tarde. Se recostó al lado de su amiga, cuidando de no despertarla. La pequeña se movió un poco, buscando calor, y terminó apoyando su cabeza sobre el brazo de la criatura. Ella la rodeó con cuidado, como si aquel gesto fuera algo sagrado.
Con esa idea aún viva, la de aprender a hablar, a decir cosas que hicieran feliz a su amiga, dejó que el sueño llegara poco a poco. Y mientras los dos mundos, el suyo y el de la niña, se unían bajo la misma noche, el bosque volvió a guardar silencio, como si también esperara escuchar su próxima palabra.
El sol se filtraba entre las hojas del bosque, tibio y amable, acariciando el claro donde las dos pasaban sus mañanas. La niña, sentada frente a la criatura, sostenía entre sus pequeñas manos una piedra lisa y brillante.
—Pie-dra —decía despacio, separando las sílabas con cuidado.
Su peluda amiga ladeaba las orejas, observando con atención, y después intentaba imitarla:
—Pie... da.
La niña rió con dulzura, sin burlarse, solo feliz de escuchar su intento. Luego tomó una hoja del suelo, la levantó y dijo con la misma paciencia:
—Ho-ja.
Ella la repitió más cerca de la perfección esta vez, con un tono suave y curioso.
La pequeña aplaudió, y ese pequeño gesto la hizo sentir que el bosque entero también aplaudía con ella: los árboles, el viento, incluso los pájaros que revoloteaban más arriba.
La criatura comenzó a disfrutar de aquellas lecciones, no por la necesidad de aprender, sino porque ver a la niña sonreír era razón suficiente para seguir. Cada palabra que lograba pronunciar era una chispa nueva en la mirada de su pequeña humana, una conexión invisible que crecía entre ambas. A veces, cuando una palabra no salía bien, se reía suavemente, un sonido extraño pero tierno, y la niña hacía lo mismo. Era como si las dos hablaran su propio idioma, hecho de sílabas torpes y miradas sinceras.
Por la tarde, cuando el sol comenzaba a bajar, su amiga le enseñó la palabra amiga, tocándose el pecho y luego señalándola. No la repitió enseguida, pero su mirada se volvió cálida, profunda, llena de comprensión. Sabía que, aunque no entendiera del todo lo que aquella palabra significaba, era algo que quería recordar siempre.
El amanecer llegó con una neblina suave que envolvía el claro, haciendo que el bosque pareciera flotar. La pequeña ya estaba despierta, preparando su pequeña ‟escuela”: unas piedras, hojas, ramas y frutos, cada uno con su nombre.
—Sol —dijo, señalando hacia arriba mientras los primeros rayos dorados se asomaban entre las copas.
La criatura la imitó con una voz algo ronca pero dulce:
—Soo... sool.
La niña sonrió y asintió, feliz por el progreso. Luego tomó una fruta roja que había encontrado.
—Fruta —dijo lentamente.
Ella la olfateó, inclinó la cabeza, y repitió:
—Fru... ta.
Le ofreció la fruta como recompensa, y ella la aceptó con una especie de reverencia inocente, como si aquel pequeño gesto fuera un regalo sagrado.
Las horas pasaban y las lecciones continuaban. Había palabras que salían claras, como agua, cielo o flor, pero otras le resultaban difíciles, y la criatura emitía sonidos entrecortados, intentando comprender cómo la voz podía tener forma. Cuando fallaba, bajaba las orejas, pero la niña siempre encontraba la manera de hacerla reír: le hacía cosquillas, le ofrecía una flor, o simplemente decía:
—Está bien, mi amiga. Inténtalo otra vez.
No entendía todas las palabras, pero el tono de su voz bastaba para saber que era algo bueno.
Llegado el mediodía, la criatura logró decir una nueva palabra que había escuchado muchas veces en estos días, una que la niña usaba cada vez que algo salía bien.
—Bien —dijo despacio, con la voz temblorosa.
Su pequeña humana la miró sorprendida y, con una sonrisa que parecía iluminar el bosque, respondió:
—¡Sí, bien! ¡Muy bien!
Y por primera vez, sintió que aquella palabra no era solo un sonido, sino una sensación cálida, algo parecido a lo que sentía cuando el sol tocaba su piel.
Siguieron con su camino, dejándose guiar por la naturaleza y el ruido del viento. Querían saber a dónde los llevaría esta vez, y estaban dispuestas a saber más de su mundo. Al seguir caminando encontraron el final del camino, al menos por hoy. El agua del arroyo corría serena, reflejando la luz del mediodía en destellos suaves. La criatura bebía con calma, dejando que el sonido del agua le llenara los oídos, mientras la pequeña chapoteaba cerca, riendo suavemente mientras se quitaba las hojas y la tierra de su cuerpo y su vieja ropa. Era uno de esos momentos en los que el bosque parecía contener la respiración.
Al salir del agua, la niña se acercó a la criatura, empapada y con el cabello pegado a la cara. Señaló una piedra grande al otro lado del arroyo y dijo con voz clara:
—Allá... mira, allá.
Su amiga giró la cabeza hacia donde señalaba, intentando comprender. La pequeña sonrió y repitió, despacio, marcando cada palabra:
—Mira allá.
La criatura trató de imitarla, su voz aún áspera pero más firme que antes:
—Mii... ra... a... allá.
Su amiga humana soltó una risa alegre y se acercó más. Con suavidad, frotó su pequeña mano sobre la garganta de la criatura, como si pudiera guiar su voz desde dentro.
—Así, despacito —susurró— Mira allá.
Ella cerró los ojos y respiró hondo. El aire olía a agua dulce, a musgo, a hojas mojadas. Cuando habló, su voz sonó distinta, más clara, más viva:
—Mira... allá.
La niña abrió los ojos con asombro, como si acabara de presenciar magia.
—¡Sí! ¡Lo dijiste! —gritó, y la abrazó sin miedo, sin pensar en lo que su amiga era.
La criatura, confundida pero conmovida, levantó una mano y la apoyó con torpeza sobre el hombro de la niña, imitando su gesto. En su interior algo crecía, una calidez nueva, un brillo silencioso. Por primera vez en su vida, no solo emitía sonidos... hablaba.
La tarde siguió bañada en luz dorada, y ambas permanecieron junto al arroyo, repitiendo palabras una y otra vez. La pequeña, con infinita paciencia, convertía cada sílaba en un juego.
—Agua —dijo, tocando la superficie brillante.
—A...gua —repitió su peluda amiga, con voz más suave.
—Piedra —continuó, tomando una del arroyo y mostrándosela.
—Pie...dra.
—Cielo —susurró la pequeña, levantando la vista.
—Cie...lo —dijo la criatura, mirando hacia arriba con un brillo en los ojos que no tenía antes.
Cada palabra era una chispa, una pequeña llama que encendía algo nuevo en la criatura. Ya no hablaba con dificultad, sino con curiosidad, como si al pronunciar cada sonido entendiera un poco más su propio mundo. La niña aplaudía con cada avance, riendo, saltando sobre las piedras. Ella la observaba sin apartar la mirada, maravillada por esa alegría tan pura que nunca había conocido.
—Ahora tú —dijo la pequeña, señalando su pecho— A-mi-ga.
Ella la miró con duda, y después intentó repetirlo:
—A...mi...ga.
La niña sonrió de oreja a oreja.
—¡Sí! ¡Soy yo! —gritó, riendo, mientras le tomaba la mano.
Luego, con un dedo, señaló el pecho de la criatura.
—Y tú... tú eres... mi... a-mi-ga.
Se quedó inmóvil. Aquella palabra flotó un momento en el aire, como si el bosque mismo la hubiera pronunciado. Había oído esa palabra antes, de las primeras que su amiga trató de enseñarle, y ahora quería pronunciarla perfectamente aunque fuera a medias. La repitió en voz baja, dejando que el sonido se acomodara dentro de ella:
—A...mi...ga.
La niña la abrazó con fuerza.
—Ahora ya lo eres, amiga.
El silencio del bosque se llenó con el eco suave de esa palabra nueva, mientras el arroyo seguía fluyendo como si celebrara el nacimiento de algo más que un nombre: una voz, un vínculo, una promesa.
Así fue como las dos formaron algo nuevo, como si fuera un modo de olvidar lo que sintieron en sus vidas pasadas y ser lo que ahora son como amigas. Una enseñaba a pesar de no entender el bosque del todo y la otra aprendía a pesar de haber estado sola en toda su vida como una criatura salvaje. Ella seguía los pasos de su pequeña amiga con torpeza, tropezando a veces con las raíces o con su propia sombra, pero siempre volviendo a intentarlo. La niña, riendo, tomaba sus manos para guiarla, avanzando despacio entre los troncos.
—Así... mira —decía, caminando con el pecho erguido— Uno... y luego otro.
Ella la imitó, sus pies desnudos hundiéndose un poco en la tierra húmeda. Su andar era inseguro, pero cada movimiento tenía algo de instinto y curiosidad. La pequeña la observaba con ternura, repitiendo una y otra vez el ritmo de los pasos, como si enseñara a bailar a un recién nacido. A veces caían, y las dos terminaban riendo. Otras, la niña insistía, poniéndose seria pero sin enojarse y volviendo a mostrar cómo debía hacerlo. La criatura la miraba atentamente, tratando de absorber cada gesto, cada movimiento del cuerpo humano que para ella aún era tan ajeno. Al cabo de un rato, logró dar tres pasos seguidos sin caer. Su amiga aplaudió con fuerza, corriendo a abrazarla.
—¡Sí, sí! ¡Ya puedes hacerlo! —gritó con orgullo.
La otra, sin entender del todo la emoción, solo sonrió con esa torpeza dulce que tenía cada vez que la niña se alegraba. El día siguió así, con ambas caminando por los senderos del bosque. Ella señalaba cosas que encontraba, enseñándole sus nombres, mientras la otra trataba de repetirlos. Entre risas, tropiezos y pequeñas victorias, las dos seguían aprendiendo, una de la otra: la niña, cómo enseñar; la criatura, cómo vivir entre palabras y pasos.
A medida que avanzaba el día, la criatura aprendía mejor los pasos de su pequeña maestra. Cada paso era algo nuevo que llegaba a repetir. Aprendía a caminar bien con dos patas, a correr sin tropezar, a saltar sin depender de sus manos para impulsarse. Fue un largo día de entrenamiento que ellas vieron como algo divertido. El bosque las recibía con su calma habitual, con la luz dorada del atardecer filtrándose entre las hojas. La niña iba al frente, sosteniendo la mano de su amiga como si guiara a alguien que acaba de aprender a ver el mundo desde otra altura.
—Así está bien —decía la pequeña con voz dulce— No te apures... solo camina.
La criatura la imitaba, sus pasos aún un poco inestables, pero cada vez más firmes. Había aprendido a mantener la espalda recta, a mirar al frente sin dejar que sus brazos buscaran apoyo en el suelo. Ya no se movía como un animal, o al menos ya no por ahora; algo en ella estaba cambiando, adoptando poco a poco la gracia de quien empieza a entender lo que es ser humano.
—Corre —le dijo de pronto, soltando su mano para verla hacerlo sola.
Ella obedeció. Sus pasos al principio fueron torpes, pero pronto corrió entre la hierba con una energía pura, ligera. La pequeña la siguió entre risas, saltando sobre las raíces mientras la criatura hacía lo mismo. Cuando caía, la niña la ayudaba a levantarse, y las dos volvían a intentarlo hasta lograrlo sin caídas.
Cuando el sol empezó a bajar, ambas caminaban otra vez tomadas de la mano, más lentas ahora, con la respiración tranquila. La pequeña seguía enseñándole palabras, señalando lo que veía:
—Árbol... hoja... sol.
La criatura repetía despacio, con voz suave, algunas veces correcta, otras con un sonido diferente pero lleno de intención. La niña la escuchaba con atención, corrigiendo sin perder la paciencia, y cada palabra nueva era una victoria compartida. A cada paso, sentía que aprendía más que solo moverse o hablar. Aprendía el ritmo de la voz humana, la dulzura del contacto, y la compañía silenciosa de quien la miraba sin miedo.
Esa tarde, mientras el bosque se teñía de naranja, ambas comprendieron que algo nuevo había nacido entre ellas: una conexión que no necesitaba del todo de las palabras, pero que las hacía querer aprenderlas todas.
El cielo se iba oscureciendo poco a poco, y las dos se acomodaron junto al tronco de un árbol caído. Aunque no se podían ver, ambos rostros, el de la niña, lleno de curiosidad y ternura, y el de la criatura, aún con rastros de asombro por todo lo que había aprendido ese día, se iluminaban por las lecciones aprendidas.
La pequeña jugaba con una ramita, trazando figuras en la tierra mientras su amiga la observaba con calma.
—Hoy lo hiciste muy bien —le dijo despacio, pronunciando cada palabra con la intención de que pudiera entenderla— Caminaste... hablaste un poquito más.
La criatura la miró y, tras un breve silencio, respondió con voz entrecortada pero cálida.
—Ca... mi... na... bien.
Los ojos de su amiga se iluminaron.
—¡Sí! ¡Así! Caminas bien —repitió ella emocionada, riendo suavemente.
La criatura asintió, repitiendo con timidez la palabra:
—Bien.
La niña se acercó un poco más, acariciándole la mano.
—¿Sabes qué significa? —le preguntó— Es cuando haces algo... bonito. Cuando algo te sale... bien.
La criatura ladeó la cabeza, pensativa, y luego miró al fuego.
—Bien... bonito.
—Eso —respondió la niña, que estaba sonriendo con orgullo— Tú... bien.
La criatura repitió la palabra una vez más, y luego, alzando la vista al cielo estrellado, intentó decir otra:
—Cie... lo.
—Sí —dijo la niña suavemente— Cielo.
Hubo un largo silencio entre ambas. Los grillos cantaban, y por un momento solo existía la calma del bosque.
—Tú... amiga —murmuró la criatura, pronunciando con cuidado cada sílaba.
La pequeña humana sintió un nudo en el pecho. La miró, sorprendida y conmovida a la vez.
—Sí... —susurró con una sonrisa temblorosa— Amigas.
La criatura repitió esa palabra, como si la saboreara, y la sostuvo en el aire, casi como un canto suave:
—A... mi... gas.
Y así, bajo las primeras estrellas de la noche, las dos se quedaron mirando el cielo, repitiendo aquella palabra que marcaba el inicio de algo nuevo.
El sol se filtraba entre las ramas altas, pintando el suelo con manchas doradas que danzaban con el viento, dando inicio a otro día. La pequeña recogía flores y hojas mientras hablaba despacio, con esa voz dulce que usaba siempre que quería enseñarle algo nuevo.
—Esto... flor —decía, levantando una de pétalos amarillos.
La criatura la observaba con atención, repitiendo con esfuerzo:
—F... lor.
—Muy bien —respondía la niña sonriendo— Flor bonita.
—Bonita —repitió la criatura, mirando la flor como si fuera algo sagrado.
Cada palabra parecía abrirle una puerta nueva al mundo. Su amiga no solo le enseñaba sonidos, le mostraba la forma en que los humanos daban nombre a lo que sentían y veían. Así pasaban las horas, entre risas, repeticiones torpes y gestos llenos de cariño.
Más tarde, mientras caminaban hacia un claro, la criatura intentó formar una frase.
—Yo... amiga... tú.
Ella se detuvo, sorprendida por el esfuerzo. Se acercó y le tomó las manos.
—Sí... —dijo con ternura— Yo amiga, tú amiga. Las dos.
La criatura sonrió, y en esa sonrisa había algo que no se podía traducir con palabras: una mezcla de alegría, timidez y deseo de aprender más. Mientras el día seguía su curso, en el corazón de la criatura crecía una pregunta silenciosa:
¿Podré hablar como ella algún día?
¿Podré decir todo lo que siento?
Aunque no tenía aún las palabras para expresarlo, su mirada lo decía todo. Quería seguir aprendiendo no solo para entender, sino para estar más cerca de esa niña que la había acogido sin miedo.
Al caer la tarde, su amiga le enseñó una última palabra antes de que descansaran:
—Juntas.
La criatura la repitió, algo torpe pero decidida:
—Jun... tas.
Y al oír su voz, la pequeña rió, abrazándola otra vez.
Horas más tarde, ella descansaba mientras veía a su pequeña amiga perseguir a unos pequeños animales cerca de un claro. Era un bonito escenario lo que veía, pero aún no resolvía algo, todavía se preguntaba por qué la estaba cuidando. Seguía sin saber si debía preguntárselo a ella o a la naturaleza misma, de la misma manera que lo ha hecho en todo este tiempo, pero no tenía manera alguna de hacerlo. Siguió viendo a la niña tranquilamente mientras ella jugueteaba con unas plantas. De un momento a otro, fue rápidamente hacia ella antes de que saliera lastimada, estaba cerca de tocar unas plantas espinosas.
El movimiento fue tan rápido que levantó polvo. La niña apenas alcanzó a ver la sombra de la criatura pasar frente a ella antes de sentir cómo la tomaba de los brazos y la apartaba del arbusto cubierto de espinas. Se quedó sorprendida, con el corazón latiéndole fuerte, mientras la criatura la revisaba con sus manos toscas pero suaves, asegurándose de que no tuviera heridas.
—¿Por qué...? —preguntó la niña, todavía con la impresión.
La criatura no respondió; solo la miraba con una mezcla de preocupación y algo más profundo, algo que ni ella misma entendía del todo. Durante unos segundos, el bosque quedó en silencio, como si las hojas y los insectos también esperaran la respuesta.
Y entonces, la criatura apartó la vista hacia el suelo, tocando el brazo de la niña con cuidado.
—Tú... no... duele —dijo con voz entrecortada.
Su pequeña sonrió, aliviada, y le tomó la mano.
—Gracias... —susurró— Me sigues cuidando.
La criatura repitió en voz baja, casi como si probara el peso de la frase:
—Cui... dar.
—Sí —dijo la niña— Tú me cuidas, y yo te enseño.
Esa simple respuesta quedó resonando en su mente mientras seguían caminando. Tal vez no necesitaba entender por qué lo hacía; tal vez cuidar era una respuesta en sí misma. El bosque pareció asentir con un susurro de hojas, como si la naturaleza misma aprobara aquel vínculo que crecía entre ellas.
No era la primera vez que llegaba a hacer eso. En todo el tiempo que estuvo con ella la ha tenido que proteger de algunos peligros como esos, esta vez no sería la excepción. No obstante, haberlo hecho le generó más dudas en su necesidad de cuidarla. Miraba a la pequeña por un segundo y después miraba a los árboles, como si deseara una respuesta a todo.
Se quedó quieta por unos instantes, con la mirada todavía perdida entre los árboles. El viento movía las hojas de una forma casi hipnótica, como si el bosque intentara decirle algo que no podía entender.
Sus manos, aún temblando un poco por el impulso de protegerla, se posaron sobre la tierra húmeda.
¿Por qué ella?
¿Por qué esa niña?
¿Por qué ese impulso tan profundo, tan natural, de mantenerla a salvo?
Se preguntaba no con palabras, solo con el pensamiento.
La pequeña seguía a su lado, sin notar el torbellino de dudas en su interior. Jugaba con una hoja seca, riendo suavemente, ajena a las preguntas que su amiga hacía al silencio.
La criatura levantó la vista al cielo, a las ramas altas donde el sol se filtraba en rayos dorados. Había vivido toda su vida entre sombras, sin vínculos, sin promesas... y ahora, algo tan frágil como una niña la había atado al mundo.
El viento sopló otra vez, más suave esta vez, y entre ese murmullo creyó oír algo. No palabras, pero sí un eco familiar, casi maternal. Quizás la naturaleza no respondía con voz, sino con señales: el latido del suelo, la calidez del aire, la risa de la niña.
Con ella todavía distraída en sus juegos, la criatura decidió seguir explorando el bosque en busca de sus repuestas, a los pocos segundos la pequeña humana le seguía el paso. La última respuesta que necesitaba era si la naturaleza pensaba lo mismo que ella o algo diferente. Habían caminado tanto que lograron llegar a un sitio nuevo: un campo casi abierto. El aire era distinto, más abierto, más lleno de vida. Ella se detuvo a unos pasos del límite donde el verde del bosque se fundía con el dorado de la hierba alta. El sonido del viento era más suave allí, y el cielo parecía más grande, más inmenso.
Fue entonces cuando lo vio. Un ciervo, erguido y sereno, miraba hacia un lado mientras su cría se movía torpemente entre las flores. Ella observó cómo el adulto inclinaba la cabeza, atento a cada paso del pequeño, guiándolo con calma, sin forzarlo, solo estando presente. Esa simple escena bastó. Comprendió que no hacía falta entender del todo el porqué, ni buscar razones en el aire, en los árboles, o en las estrellas. Cuidar era eso: ser una presencia constante, un refugio silencioso. Y aunque la niña no se veía como una criatura del bosque, el instinto era el mismo. Era suya ahora, en el sentido más puro de la palabra; no como posesión, sino como propósito. El ciervo levantó la vista, como si también la hubiera notado. Por un momento sus miradas se cruzaron. No hubo miedo, ni amenaza; solo un reconocimiento mutuo. Dos guardianes en su propio mundo.
Cuando regresó al bosque, el sol caía sobre su pelaje, y el eco de esa escena seguía latiendo en su mente. La pequeña aún jugaba, esperándola, con una sonrisa que parecía brillar más que el día mismo. Y en ese instante, lo supo con certeza: no estaba sola, ni cuidaba sin razón. La naturaleza le había mostrado el reflejo de su propio corazón.
Ella se había distraído mirando a cielo y lo árboles, sin saber lo que estaba haciendo su amiga humana en ese instante. Algo había llamado la atención de ella y al acercarse nota que se trata de un pequeño conejo, y no duda en perseguirlo. La criatura se da cuenta del ruido y corre a seguir a la pequeña antes de que le pase algo. Al dar los primeros pasos siente que algo le falta, cuando da la vuelta se da cuenta de lo que es con asombro. La flor blanca, aquella que vio y se llevó desde que comenzó su viaje estaba siendo llevada por el viento a donde fuera que cayera. Pensaba en ir por ella pero algo le decía que no debía hacerlo, que fuera por la pequeña que había perdido; eso le generaba una sensación que no había tenido en toda su vida y que aumentaba a medida que pensaba en ella. Sin pensarlo, fue a buscar a la niña, esta vez corriendo como lo haría una persona aunque todavía lo hacía torpemente.
Mientras tanto, la pequeña había perdido al animal que perseguía y estaba ahora buscando a la criatura mientras pronunciaba algunas palabras en voz alta. En medio de su camino algo la detuvo. Un animal diferente, un lobo, había cazado a ese conejo, y eso era una señal de que debía irse de inmediato; pero el problema era evidente: se había perdido y seguía sin encontrar a su amiga. Saber eso le generaba bastante miedo porque deseaba todo menos volverse a perder en el bosque, y eso atrajo la atención del animal que había terminado de devorar a su presa. Inmediatamente ella soltó su peluche y salió corriendo, deseaba poder encontrar a la criatura que era lo que más le importaba ahora.
Por su parte, la criatura corrió entre las ramas bajas y los arbustos, su respiración agitada rompía el silencio del bosque. Podía oler el rastro de la niña, podía sentirlo en el aire, entremezclado con el miedo. Ese miedo que no era suyo, pero que ahora la atravesaba por completo. Su corazón latía con fuerza, era una sensación nueva, punzante, diferente al instinto de caza o al deseo de huida que tanto conocía. Era otra cosa, algo más profundo. Un vínculo. Y lo entendió demasiado tarde: el viento que se llevaba la flor no era una pérdida, era una señal. El verdadero rumbo estaba donde se había ido la pequeña.
Mientras tanto, la humana corría entre los árboles, llorando sin mirar atrás, con las ramas rasgando su ropa y el eco de un gruñido siguiéndola a lo lejos. El bosque que antes le parecía un hogar ahora volvía a sentirse enorme y extraño. Tropezó, cayó, y el miedo la paralizó. El lobo estaba cerca, avanzando con pasos lentos, sus ojos reflejando el fuego del atardecer.
Entonces, un rugido resonó desde la espesura. Fuerte, grave, salvaje. El depredador se detuvo, dudó por un instante, y luego retrocedió cuando la criatura emergió entre los árboles. Su pelaje se erizó, los colmillos brillaron. El aire se volvió pesado, cargado de una furia que solo conocían los animales del bosque. El lobo se retiró, fundiéndose con la sombra como si no deseara pelear hoy. Y el silencio volvió, solo interrumpido por los sollozos de la niña. corrió hacia ella y la cubrió con su cuerpo, como si quisiera envolverla del mundo entero.
La pequeña la abrazó con fuerza, temblando, murmurando algunas palabras inentendibles entre lágrimas que olían a miedo y alivio. En ese abrazo, la criatura entendió lo que había sentido: miedo a perderla. Por primera vez, temía realmente quedarse sola. El viento seguía soplando, llevándose consigo la flor blanca, pero ya no importaba. Porque la semilla que había florecido no estaba en la flor, sino en su corazón.
A pesar del tiempo corto que pasó sola, la pequeña tenía miedo de volverse a perder, y la criatura tenía miedo de volverse a quedar sola. Se había dado la promesa de que no la volvería a soltar, siempre estaría a su lado. Por su parte, la pequeña deseaba ahora estar al lado de su amiga que recuperar su peluche que había dejado en algún lado. La criatura solo podía pensar en lo que había acabado de sentir. Trató de pronunciar algo, pero sabía que no era el momento adecuado, o al menos no por ahora.
El cielo ya se teñía de un tono violeta cuando las dos comenzaron a moverse de nuevo. El bosque parecía más silencioso que antes, como si quisiera darles un momento solo para ellas. Ella aún tenía los ojos húmedos, pero una sonrisa pequeña volvía a asomar en su rostro. Sostuvo la mano de la criatura con firmeza, con esa determinación inocente que solo tienen los niños que no quieren perder otra vez lo que aman. La criatura, aún temblando por dentro, se irguió lentamente, apoyando primero una pierna, luego la otra. Su respiración era profunda, su mirada fija en la niña. No necesitaban palabras. El movimiento hablaba por ellas. Un paso, luego otro, tambaleante, torpe, pero lleno de intención.
La pequeña reía entre sollozos, dándole indicaciones con gestos, aplaudiendo cuando lograba mantenerse en pie sin usar las manos. El miedo se desvanecía entre risas suaves y respiraciones agitadas. Una vez más, no era la niña quien aprendía del bosque, sino el bosque quien aprendía de ella. La criatura logró dar tres pasos completos antes de caer de rodillas, pero la pequeña corrió a abrazarla antes de que pudiera levantarse. El contacto fue cálido, sereno, lleno de promesas silenciosas. Ya no estaban solas. Ya no lo estarían más. La noche las envolvió otra vez, con los grillos cantando cerca y el aire moviendo las hojas con suavidad. Esa vez, no hubo aullidos. Solo una paz compartida entre dos seres que, sin entenderse del todo, se habían encontrado en el punto exacto donde empieza la esperanza.
La luna iluminaba suavemente el claro donde ambas descansaban. El aire nocturno era sereno, casi inmóvil, como si el bosque entero quisiera escuchar lo que pasaba dentro del corazón de la criatura. Ésta observaba el rostro dormido de la niña, tan tranquilo y cálido como una chispa de vida recién encendida. Entonces lo entendió, sin necesidad de palabras, sin que nadie se lo explicara. Desde que la había conocido, algo dentro de ella había cambiado.
Primero, aprendió a moverse no solo con el cuerpo, sino con el alma, dejando atrás la tierra que la vio nacer. Luego, aprendió a hablar, a darle forma a los sonidos que antes solo eran ecos del viento. Y, por último, aprendió a cuidar, a proteger algo frágil sin razón más allá del instinto, del cariño, del simple deseo de no dejarlo marchar.
Tres pasos. Tres señales. Tres promesas.
Sus pechos subían y bajaban con calma, mientras en su mente resonaban los ecos de cada uno de esos logros, como si fueran el pulso mismo del bosque acompañándola. Era una criatura distinta ahora; no por su forma, sino por lo que llevaba dentro.
Había completado los tres pasos que le dijo la pequeña que diera cuando se levantara, y ahora que está volviendo algo diferente a lo que fue antes, cree que pronto dará uno más y así formarán un nuevo capítulo en la historia de ambas. A pesar que había resuelto todas sus preguntas, debía estar más que preparada para lo que estaba por hacer en los días siguientes. Con esa niña a su lado encontró más de una razón por la que debería cuidarla, escucharla reír o verla divertirse era lo que más la animaba a seguir con sus lecciones. Tarde o temprano sería como ella, se movería como y hablaría como ella.
Con esa certeza, con ese orgullo nuevo y silencioso, se recostó junto a la pequeña humana, dejando que el sueño la envolviera con suavidad. El viento se llevó sus pensamientos, y el cielo, protector y antiguo, guardó su descanso en silencio.