Había entrado a una parte que le daba una sensación de inquietud y de tranquilidad a la vez, esa parte oscura del bosque la hacía sentir como una criatura diferente a lo que ella conocía de sí misma, y lo notaba a medida que veía las copas de los árboles donde apenas entraba la luz. El aire ahí era distinto, más denso, casi líquido. ella respiró hondo y sintió cómo cada inhalación se mezclaba con el aroma de la madera vieja y la tierra dormida. El silencio no era completo; había un murmullo bajo, como si las raíces hablaran entre sí, contando historias que ella no entendía del todo.
Cada paso hacía crujir el suelo húmedo y, por momentos, creyó escuchar otros pasos que imitaban los suyos, un compás leve, invisible. No sabía si era eco o compañía. Pero algo en ella, una parte antigua, tal vez más salvaje, comprendía que el bosque también la estaba probando, observando si merecía caminar por su corazón oscuro.
Había olvidado el tiempo que estuvo vagando sin rumbo en esa parte. Sus pensamientos fueron lo suficientemente fuertes para que ella no notara el tiempo que ha estado pasando en una oscuridad casi total, y negaba que se había perdido en ella misma. Sin embargo, estaba decidida a buscar su lugar, a entender el por qué había llegado hasta aquí sin razón aparente; eran muchas las preguntas que tenía en su cabeza para ser una criatura que había estado toda su vida en completa soledad.
Cuando salió descubrió un claro en el bosque. Era cálido, como si el bosque entero se abriera para recibirla. La luz caía en hilos dorados que bailaban sobre el suelo, iluminando pétalos y hojas que parecían respirar con ella. Se echó en el pasto, dejando que su cuerpo se amoldara a la tierra, y por primera vez desde que partió, no sintió el impulso de correr ni de buscar.
Cerró los ojos y escuchó el murmullo del viento entre las flores, el zumbido lejano de los insectos, el suave golpeteo de un fruto al caer. Todo sonaba como una bienvenida, un canto silencioso que le decía que podía quedarse un momento más. Aquí podía comenzar otra vez. Y así lo creyó. Porque aunque el bosque era distinto, el sol seguía reconociéndola, y eso bastaba para sentirse viva.
El aire se volvía más frío y el cielo empezaba a teñirse de tonos violetas y naranjas. Ella supo entonces que debía hacer lo suyo, aunque dudara en volver a hacerlo. Buscó lo que para ella consideraba como el árbol más alto, había tardado más de lo que esperaba pero consiguió encontrar lo que pareciera ser el más alto de todos los árboles. Estaba decidida a seguir con su costumbre, y así fue como se dispuso a trepar el árbol hasta llegar a lo más alto, y cada vez que subía sentía que estaba por llegar a algo nuevo. Desde lo alto, podía ver cómo el sol se escondía entre los troncos lejanos, y las sombras del bosque crecían, lentas y vivas. Aquella vista la hacía sentir pequeña, pero también parte de algo inmenso que respiraba junto con ella.
Sopló el viento, y las hojas respondieron como si la saludaran. Había llevado la flor blanca con ella y se la mostró al cielo, como si quisiera decirle que aún estaba allí con el resto de animales y de la naturaleza en general. Solo podía ver cómo el cielo se hacía más oscuro, que anunciaba la llegada de la noche, no tenía una respuesta para todas sus preguntas. Se quedó mirando la flor, pensando en si tendría algún significado con su llegada a este bosque, pero hasta ahora tendría que saber porqué está sintiendo todo lo que ha estado pasando en estos días. Entonces, sin pensarlo demasiado, levantó el rostro y soltó sus aullidos. Eran los mismos que hacía en su antiguo hogar, pero con un eco distinto: uno que parecía resonar entre las raíces y subir por las ramas hasta tocar el cielo.
El bosque calló. Los grillos, los búhos, las pequeñas criaturas nocturnas... todos parecían guardar silencio por un instante, escuchando aquella voz nueva que los presentaba ante la noche. Era una bienvenida y una promesa: había llegado, y aunque el cielo no le respondiera, el bosque sí lo hacía, con un silencio que la abrazaba.
Al día siguiente, el primer rayo de luz tocó su pelaje, y ella abrió los ojos con calma, dejando que el amanecer la envolviera. El aire era fresco, distinto, con un aroma nuevo que aún no sabía nombrar. Se incorporó lentamente y, como lo hacía cada mañana en su antiguo hogar, emitió aquellos sonidos que eran su forma de decir ‟sigo aquí.” Pero esta vez, el eco sonó más amplio, más libre, como si el bosque entero lo recibiera.
Miró a su alrededor. El claro seguía tranquilo, cubierto por un leve rocío que brillaba con los primeros reflejos del sol. Sabía que debía encontrar comida, agua, algo de abrigo; todo lo necesario para los días que vendrían. Pensó también en su madriguera, en si debía construir una nueva o simplemente dejar que el bosque le mostrara dónde quedarse. Pero por ahora, decidió moverse. El día apenas comenzaba, y sentía que, en cada paso, algo dentro de ella también despertaba.
Mientras caminaba entre la hierba húmeda, con la flor blanca atravesando un agujero de su vieja ropa, y con las patas aún marcadas por el rocío, recogía ramas secas, hojas y pedazos de musgo para preparar su refugio antes de que cayera la noche. Pero a cada paso, algo alteraba su concentración. No era el viento, ni el canto de los insectos. Era ese sonido leve, una pisada rápida, una rama que se partía detrás de ella, un roce entre los arbustos; era un sonido tan breve que parecía venir del propio bosque.
Se detenía. Olfateaba el aire, miraba hacia todos lados, movía las orejas con atención. Solo había silencio. Solo el rumor del viento entre las hojas. Entonces seguía avanzando, más lenta, más cautelosa. Pero el ruido regresaba. Esa sensación de ser observada volvió a erizarle el lomo. No era amenaza, no del todo; era más bien una presencia curiosa, tímida, que se escondía cada vez que ella intentaba encontrarla. Giraba con rapidez, pero lo único que alcanzaba a ver era lo que parecía ser una sombra escapando entre los troncos.
Al final, solo pudo suspirar, mirando hacia el horizonte como si esperara entender algo. No sabía si el bosque la estaba probando, o si aquello que la seguía había estado esperándola desde antes de su llegada.
Avanzó con cuidado hacia el lugar donde los ruidos habían nacido. Movía las ramas con las manos, olfateaba el aire buscando algún rastro, pero no encontró nada. Ni huellas, ni sombras, ni aromas distintos. Solo el silencio que el bosque deja después de haberse movido. Se quedó quieta un momento, mirando a su alrededor. Las hojas se mecían suavemente, como si todo lo ocurrido hubiera sido un sueño. Dudó. Parte de ella quería seguir buscando, entender quién o qué la había seguido. Pero la otra parte, la que sabía escuchar al bosque, le decía que lo dejara ir.
Soltó con un leve gruñido, dejando que la inquietud se disolviera. Entonces volvió a su tarea: recoger ramas, hierbas y cortezas, acomodarlas en sus brazos con cuidado. Cada cosa que encontraba parecía tener un propósito. Y mientras lo hacía, el sol comenzaba a dar señales de que llegaba la tarde detrás de los árboles, el cielo era más lindo de ver en el nuevo bosque que poco a poco estaba haciendo suyo.
Horas más tarde, se sentó sobre el suelo cubierto de hojas suaves, dejando que el murmullo del bosque la envolviera. La flor blanca descansaba entre sus manos, pálida y viva a la vez, como un pequeño fragmento de luna. La observaba en silencio, girándola con delicadeza entre sus dedos, como si buscara en sus pétalos una señal, una palabra escondida.
El cielo sobre ella se veía cada vez más grande cuando miraba arriba, y las ramas se mecían apenas con el viento. Ella alzó la mirada, dejando que la luz le bañara el rostro. Había algo que no entendía, algo que no había visto en todos sus días de soledad. Creía (o quería creer) que el cielo le respondería, que le mostraría por qué había llegado tan lejos o qué era eso que empezaba a despertar dentro de ella. Pero el cielo solo brillaba, distante y sereno. Y aunque no hubo voz ni señal, siguió mirando, porque a veces entender no es oír una respuesta, sino aprender a escuchar el silencio.
Dejó la flor blanca junto a una raíz cubierta de musgo, como si confiara en que el bosque la cuidaría por ella. Entonces, alzó el rostro y comenzó a aullar, largo y suave, dejando que su voz se perdiera entre los árboles. No era un llamado al cielo esta vez, sino a la tierra, a lo que estuviera cerca, a aquello que había sentido moverse en la sombra. Cada eco se extendía, acariciando el aire, y aunque no obtuvo respuesta, no se detuvo. Aulló una vez más, con un tono más cálido, más curioso, como si deseara que lo que fuera que la observaba se atreviera a acercarse. Pero el bosque permaneció en silencio. Solo el crujir de las hojas y el murmullo de los insectos respondían a su canto. Al final, bajó la mirada y retomó su rutina: recogió ramas, hierbas, cortezas, pensando en su nueva madriguera.
No sabía que, entre la espesura, unos ojos la seguían con atención. Aquella curiosa presencia solo se quedaba observando todo lo que hacía la criatura del bosque, pensando en que algo especial había traído con su llegada.
Había terminado de reunir todo lo que necesitaba: hojas secas, ramas, trozos de corteza y musgo fresco. Sin embargo, algo dentro de ella se negaba a comenzar. No era cansancio ni desánimo; era una voz silenciosa, como si el bosque mismo le dijera ‟no todavía.” Se sentó frente a lo que había reunido, observándolo con la cabeza ligeramente inclinada y una oreja caída hacia un lado. Movía las manos sobre el montón, pero no hacía nada más. Sentía que si construía un refugio ahora, algo importante quedaría fuera. El viento soplaba con suavidad, moviendo las hojas a su alrededor, como si el bosque la mirara también, esperando que comprendiera su mensaje. Solo bajó la mirada, confundida, sin entender por qué una parte de ella deseaba quedarse quieta, escuchar, y no hacer nada más.
Al atardecer, por primera vez, no buscó un refugio nuevo. Se quedó bajo los árboles, observando cómo el cielo cambiaba de color, con su flor blanca cerca y la sensación de que algo o alguien estaba por llegar.
Entonces volvió a oír esos ruidos, los que parecían ser provocados por alguien detrás de los arbustos y las ramas de los árboles, y sin pensarlo fue rápidamente a donde sonó... solo para terminar encontrando nada y sin volver a escuchar un solo ruido. El bosque volvió a estar en silencio. Pese a esto, cuando miró hacia abajo encontró algo que no había visto antes: un pequeño lobo de peluche.
Permaneció un rato en silencio, mirando el pequeño objeto entre sus manos. Era suave, con el pelaje cubierto de polvo y hojas secas, y tenía una costura rota en el costado. Sus ojos de botón reflejaban un brillo pálido bajo la luz del atardecer, y aunque no tenía vida, algo en él le transmitía una sensación de compañía. Pasó un dedo por la cabeza del peluche, intentando entender qué era. No era un animal, no era una flor, ni una piedra. Pero despertaba algo dentro de ella, una ternura que no conocía, una memoria que no era suya. Sin pensarlo demasiado, lo llevó consigo de vuelta a su refugio. Lo limpió un poco y lo colocó con cuidado junto a la flor blanca, en el rincón donde guardaba las cosas que había recolectado en todo el día. Se quedó mirándolo durante un largo rato, con la cabeza ladeada y una expresión tranquila. No sabía qué significado tenía aquel pequeño lobo, pero algo en su interior le decía que no debía dejarlo atrás. Tal vez, pensó, el bosque no solo le estaba hablando, tal vez le estaba regalando algo.
Esa noche, el cielo estaba despejado. Las estrellas brillaban como si se hubieran reunido todas solo para observarla. Ella, recostada en la hierba, sostenía el peluche y la flor contra su pecho, como si temiera que el viento se los llevara.
No había aullidos esta vez, ni canto, ni ruido. Solo el silencio del bosque acompañando su respiración. Sus ojos, reflejando la luz de la luna, se mantenían abiertos unos minutos más, siguiendo el movimiento lento de las nubes y preguntándose, sin palabras, si el bosque quería decirle algo a través de esos ruidos o del pequeño lobo que había aparecido ante ella. Por un instante, creyó ver que una estrella titilaba con más fuerza que las demás, como si le respondiera. Pero no hizo nada. Solo bajó la mirada, acarició el peluche una vez más y acomodó la flor junto a su rostro.
Por primera vez desde que llegó, no soñó con sombras ni con voces. Soñó con la luz que caía entre las hojas, con el murmullo del agua, y con la idea de que, quizá, no estaba tan sola como creía.
Con la llegada del amanecer ella se incorporó lentamente, sus orejas se movieron con cautela mientras la luz del amanecer atravesaba las hojas del bosque. No obstante, casi huye por algo que vio y la hizo exaltarse. Frente a ella, en medio del claro, estaba esa pequeña figura: una humana, diminuta, temblorosa, con la mirada perdida y los pies descalzos cubiertos de tierra así como su cabello y ropa.
El aire se sintió distinto. No sabía si debía acercarse o esconderse. Nunca había visto algo así. La criatura tenía los ojos húmedos, las manos aferradas al borde de su ropa rota, y respiraba entrecortadamente, como si hubiera estado corriendo o llorando. Por un momento, ambas se observaron sin moverse. Ella solo inclinó un poco la cabeza, con curiosidad y algo de cautela. La niña retrocedió un paso, pero no huyó. Algo en la mirada tranquila de esa criatura le transmitió que no había peligro. El viento movió las ramas, dejando que la luz del sol las bañara a ambas. Dio un paso hacia adelante. La niña no se apartó esta vez. Y en ese instante, el bosque pareció contener la respiración.
No sabía que hacer ahora, solo podía ver a esa pequeña que se acercaba más a ella. Cuando quiso acercar una mano para tocarla, ella se alejó con una reacción nerviosa, pero eso fue interrumpido por un gesto de impaciencia de la niña, como si quisiera que le devolviera algo. La criatura se alejaba un poco más con esos gestos, hasta que la vio casi llorar. Al verla así estuvo más confundida, ya no sabía que hacer ahora, hasta que vio al lobo de peluche que había encontrado el día anterior. Lo tomó con cuidado entre sus manos y lo levantó un poco, como si quisiera mostrárselo. La reacción de la niña fue inmediata, limpió las lágrimas de sus ojos, el brillo de reconocimiento los llenó, y sin pensarlo corrió hacia él. Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando sintió el ligero peso de la pequeña aferrarse al peluche, sosteniéndolo contra su pecho con fuerza, como si volviera a abrazar un recuerdo que no debía haberse perdido. Esa humana dejó escapar un sollozo corto, apenas audible. Ella la observó en silencio, con el pelaje erizado por la mezcla de ternura y desconcierto. No sabía qué significaba ese objeto para ella, pero entendió que era importante.
Sin decir palabra, se sentó en el suelo, dejando que la niña hiciera lo mismo frente a ella. Se miraron largo rato, sin saber cómo comunicarse, pero no había necesidad de hacerlo. Estaba mirando de un lado a otro, como si quisiera saber si habían más criaturas como ella, pero sabía que era la única que se encontraba en el bosque así como ella. Se había quedado sin respuestas, y necesitaba hacer algo para despejar su mente. Fue así como se levantó y se fue a otro lado del bosque en busca de cosas que necesitaría. Mientras caminaba, creyó que esa niña no la seguiría luego de haberle devuelto su objeto importante, pero ese pensamiento se detuvo repentinamente.
Se detuvo en seco. El crujido de las hojas bajo sus pasos se mezcló con el más ligero sonido detrás de ella, pequeños pasos torpes, inseguros, que intentaban imitar los suyos. Giró lentamente y, en efecto, ahí estaba: la niña, abrazando su peluche, mirándola con una mezcla de miedo y determinación. Por un instante, no supo qué hacer. Su instinto le decía que debía seguir sola; así había sido siempre. Pero algo en la mirada de esa pequeña la detuvo: no era solo temor, era necesidad que aún no comprendía.
La criatura parecía entender, en su manera silenciosa, que esa niña no tenía a dónde más ir. Suspiró, bajó un poco la cabeza y dio un leve movimiento con la mano, un gesto sutil para indicarle que podía acompañarla. La niña titubeó, dio un paso, y luego otro, hasta caminar detrás de ella con paso tímido. Así continuaron su camino entre los árboles, una delante y otra detrás, unidas por algo que ninguna de las dos entendía todavía. El bosque, que solía recibir solo los ecos de los aullidos de la criatura, ahora guardaba un nuevo sonido: el de dos almas caminando juntas por primera vez.
Su paseo por el bosque se sentía diferente a las veces anteriores, no se podía concentrar en sus pendientes al tener algo en su mente desde hace un rato. No sabía que hacer con esa niña que se acercó a ella. Estaba sola y cada vez que volteaba a verla pensaba en una cosa: la cuidaría hasta encontrar una solución, probablemente buscaría a otro de su misma especie, pero no tenía idea de cómo había llegado y si había un camino por donde empezar con una búsqueda. Estaba claro, la cuidaría hasta que todo se solucionara.
Pero entonces, escuchó algo, un ruido que nunca había escuchado y que sonaba detrás de ella, fue un ruido que a pesar de lo poco que sonó lo reconoció perfectamente.
‟Gracias”
Ese pequeño gesto, la voz de la niña, rompió algo en el aire, como si el bosque hubiera contenido la respiración y, al oírla, volviera a exhalar. Ella, la criatura, la miró sin saber qué decir. No esperaba palabras, ni menos gratitud. Solo alcanzó a responder con un movimiento leve, una mirada que no ocultaba su desconcierto. El peluche, apretado entre los brazos de la niña, parecía más vivo que antes, como si también recordara el momento en que fue hallado. Por un instante, la criatura que habitaba en el bosque y la pequeña perdida quedaron unidas por esa palabra sencilla. Y aunque no lo supiera aún, ese sonido marcaría el inicio de todo lo que vendría después.
‟Oye, te puedo preguntar algo... ¿Qué eres?”
‟¿Tú hablas?”
‟¿Tienes nombre?”
‟¿El bosque es tu casa?”
‟¿Tienes familia?”
‟¿Me puedo quedar contigo?”
‟¿Puedes escucharme?”
Cada palabra que salía de la boca de la niña sonaba como una melodía desconocida. No comprendía su significado, pero sí comprendía el tono, la cadencia, la curiosidad en su voz.
Era como escuchar al río por primera vez después de una tormenta: había algo en ese sonido que despertaba cosas que no sabía que tenía.
La niña seguía hablando, con una dulzura nerviosa, mientras caminaban entre los árboles. Le mostraba flores, le señalaba insectos, reía por momentos. No podía responder, solo la observaba con atención, intentando imitar su sonrisa, sus gestos. Y mientras más la miraba, más sentía algo moverse dentro de sí. Ya no era solo el viento ni el instinto lo que la guiaba: era la presencia de esa pequeña que caminaba a su lado, la sensación extraña y cálida de no estar sola por primera vez en su vida.
Ambas llegaron a una parte desconocida del bosque, no habían visto un lugar parecido a ese hasta ahora y tenían una enorme curiosidad por entrar ahí. Ella vio por unos segundos a la pequeña, sabía que no podía dejarla sola pero confío en ella misma que no tardaría en revisar, y con eso en mente fue que dio el siguiente paso. Se alejó con paso firme, sin mirar atrás. No era un adiós, pero tampoco sabía qué palabra usar para aquello que acababa de sentir. Su cuerpo se movía con decisión, aunque su mente estaba llena de preguntas. ¿Por qué esa pequeña la seguía? ¿Por qué no sentía miedo de ella? ¿Y por qué, por primera vez, el silencio del bosque no le bastaba?
Mientras tanto, la niña, aún con su ropa desgastada y el lobo de peluche entre los brazos, se sentó en el suelo donde le había señalado. Observaba cada hoja que caía, cada sombra que se movía entre los árboles, intentando adivinar hacia dónde había ido su nueva compañera. Sus dedos jugaban con la tierra, dibujando formas que solo ella entendía. Sonreía, como si la promesa muda de ‟esperar” fuera suficiente.
‟Te voy a encontrar. Te traeré algo bonito, lo prometo.”
El viento sopló suavemente, como si repitiera sus palabras entre las hojas.
Y así, el bosque guardó silencio otra vez, pero ya no era el mismo silencio: ahora contenía dos esperas.
Ella siguió a la criatura despacio y siguiendo las huellas que había dejado, le parecía divertido seguirla y ver lo que estaba haciendo, quería darle algo especial como agradecimiento por haberla acompañado hoy. Tras haber caminado por unos minutos vio a la criatura olfateando el suelo en busca de un lugar ideal para hacer una nueva madriguera. Para la pequeña eso fue algo bueno, quería que se enterara de su regalo en el mejor momento. Cambió su dirección cuando volvió a caminar, buscando lo ideal para lo que tenía pensado regalar.
La criatura se detuvo de golpe al sentir un leve crujido detrás de ella. Giró lentamente, con las orejas tensas, y allí estaba otra vez: la pequeña. Su respiración era rápida, pero en su rostro había una sonrisa tímida. En sus manos llevaba un pequeño montón de hojas frescas y unos cuantos frutos silvestres, torpemente envueltos en una tela desgarrada que había encontrado en el camino.
Por un instante, no supo cómo reaccionar. Se acercó despacio, con el instinto de oler aquello que la niña ofrecía. No era alimento que necesitara, pero el gesto, esa pequeña ofrenda sin palabras, despertó algo en ella. Bajó la cabeza, tocando el suelo con el hocico cerca de las manos de la niña, aceptando el regalo.
La niña sonrió aún más, aliviada, y dijo con voz suave:
‟Te traje esto porque me ayudaste. Y porque... no quiero que estés sola.”
Levantó la mirada. No entendía del todo las palabras, pero sí la emoción en ellas. El viento movió las hojas a su alrededor mientras la pequeña se sentaba junto a ella, como si hubiera estado destinada a hacerlo desde siempre. Por primera vez, ella no se alejó. Solo se quedó ahí, observando cómo la niña partía uno de los frutos a la mitad y lo colocaba entre ambas. El bosque, silencioso, parecía contener la respiración ante ese primer gesto de amistad.
No sabía que responder, era incapaz de soltar algún gesto o algo parecido al ser la primera vez que alguien le daba algo en toda su vida, aunque todavía no comprendía del todo las palabras de la pequeña. Solo le bastó verla para entender que hacerlo significaría algo bueno para las dos, y así fue. Ella había aceptado todo lo que había traído aunque no tuviera algún gesto para agradecerlo, pero recordó que tenía algo valioso que le podía dar. La niña abrió los ojos con asombro al ver cómo se inclinaba suavemente, sosteniendo en una de sus manos la flor blanca que había conservado desde el inicio de su viaje. La colocó frente a ella con una delicadeza casi imposible de imaginar en una criatura del bosque.
La pequeña dudó un momento antes de tomarla. La flor, aunque algo marchita por los días pasados, seguía conservando un brillo leve, como si guardara dentro la luz de las madrugadas.
‟¿Para mí?”
No esperaba alguna respuesta, pero su sonrisa parecía iluminar el claro entero. La otra asintió apenas, moviendo la cabeza y dejando que su respiración tibia rozara los dedos de la niña. No sabía cómo explicarlo, pero algo dentro de ella entendía que ese intercambio era más que un simple gesto: era el inicio de un lazo, una promesa silenciosa. Por primera vez, no se sintió sola. Y aunque no podía ponerlo en palabras, supo que esa flor había encontrado a su verdadero dueño. La niña la sostuvo cerca de su rostro, y por un momento, ambas se quedaron mirando el cielo de la tarde entre los árboles, unidas por algo tan frágil y tan verdadero como los pétalos que el viento hacía danzar a su alrededor.
A medida que avanzaba el día, las cosas iban cambiando para las dos. Una ya no se sentía sola desde que descubrió a esa criatura en el bosque, y la otra trataba de comprender lo que sentía cuando ella estaba cerca, era una serie de sensaciones que nunca había sentido y que necesitaba entender. Tarde o temprano encontraría sus respuestas, solo era cuestión de esperar. La niña se acercó poco a poco a ella, que descansaba recostada sobre la hierba, respirando con calma, su pecho subía y bajaba como el ritmo sereno del bosque. A su lado, el peluche de lobo reposaba inmóvil, casi como si también durmiera.
Ella se sentó cerca, cruzando las piernas y mirando a la criatura con curiosidad y ternura. No podía dejar de pensar en lo mucho que deseaba entenderla, poder hablar con ella de verdad. No decía palabras, pero había algo en su mirada, en la forma en que movía las orejas o inclinaba la cabeza, que la hacía sentir comprendida.
‟Puedo enseñarte... Puedo enseñarte a hablar, si quieres.”
Susurró la niña, como si el bosque la oyera. Ella abrió un ojo, perezosa, y giró la cabeza. No entendía lo que ella decía, pero sí el tono: la calidez, la intención. La niña tomó una rama pequeña y, sobre la tierra, trazó una letra temblorosa.
‟Esto es una ‛A.’ A...”
Repitió con una sonrisa, señalando su boca para mostrarle cómo pronunciaba el sonido. La otra ladeó la cabeza, atenta. Luego intentó imitarla: un sonido suave, apenas un soplo. No era perfecto, pero fue un intento. La niña rió bajito, sorprendida.
‟¡Eso fue bueno! A...”
Dijo con entusiasmo. Lo intentó otra vez, esta vez un poco más claro, como si empezara a comprender la forma del sonido.
El bosque las rodeaba en silencio, observando aquella escena extraña pero a la vez hermosa: una pequeña humana enseñándole palabras a una criatura que solo sabía aullar. El primer sonido compartido entre ambas se perdió entre las hojas, pero dejó en el aire una promesa: el inicio de un lenguaje nuevo, nacido no de las palabras, sino del deseo de entenderse.
El sol se filtraba entre las hojas y bañaba de luz los rostros de ambas. Una caminaba delante, moviendo las orejas con curiosidad ante cada sonido, mientras la otra la seguía de cerca, saltando entre raíces y hojas secas, hablando casi sin parar. No entendía cada palabra, pero reconocía el tono: alegre, confiado, familiar. Y aunque su voz no podía responderle, su mirada sí lo hacía. Cuando reía, ella movía la cola; cuando tropezaba, ella se acercaba para ayudarla a levantarse y darle ánimos de seguir.
La niña comenzó a mostrarle cosas simples: cómo decir ‟hoja”, ‟cielo”, ‟amiga.” Señalaba, pronunciaba despacio, y su nueva amiga la observaba con atención, repitiendo los sonidos a su manera, torpes y casi susurrados. El bosque las observaba también. Las ramas parecían inclinarse un poco más, y el viento llevaba sus voces como si quisiera proteger esa amistad que, sin saberlo, estaba naciendo de la soledad de ambas.
Ambas caminaban entre los árboles sin rumbo fijo, siguiendo el murmullo del viento y los árboles como única guía. La criatura ya no pensaba en regresar ni en buscar otro lugar: su nuevo propósito era esa pequeña que la seguía con pasos suaves y mirada curiosa. Cada vez que ella tropezaba o se detenía a observar una flor, su amiga la esperaba con paciencia, girando apenas la cabeza como si le dijera que no había prisa.
Para esa niña, el bosque que antes le parecía inmenso, solitario y hasta un poco atemorizante, ahora tenía un poco más de sentido. Había encontrado a alguien que la hacía sentir acompañada, segura. Ya no era solo ella y su lobo de peluche. Quería aprender de su nueva amiga, entender lo que había detrás de su silencio, de su forma de moverse, de esa mirada tranquila que la seguía siempre con atención.
En sus pensamientos, deseaba poder hablar su idioma, o que ella pudiera hablar el suyo para contarle todo lo que había sentido antes de hallarla. Pero por ahora, bastaba con estar juntas. El silencio que compartían no estaba vacío, sino una especie de lenguaje nuevo que ambas comenzaban a comprender.
Luego, ella se detuvo, un pensamiento la hizo querer saber algo que debió haber preguntado momento atrás: ¿por qué la estaba siguiendo? ¿había una razón para que ella se quedara? Eran cosas que la hicieron pensar cuando volteo a verla, si estaba con una criatura del bosque era por una verdadera razón. Su amiga no sabía que hacer, solo estaba viendo fijamente a la otra sin mover ni una mano. Cuando vio la cola de su amiga moverse entendió que esperaba que le dijera algo, pero no sabía que decirle. La criatura fijó su mirada en el bosque detrás de la niña mientras acariciaba su cabeza con una mano. Entonces ella entendió, quería saber por qué iba sola, y, aunque con algo de temor y tristeza, decidió contarle.
‟He estado sola todo el día, todos los días lo he estado. Yo... yo me preguntaba si tú tienes familia, yo la tenía y... y no la volví a ver... estoy sola y necesito a alguien que me cuide y me entienda, yo te necesito.”
La observó con atención, intentando entender cada palabra, cada gesto. No comprendía del todo lo que ella decía, pero había algo en su tono, una mezcla de tristeza y alivio que bastó para que su instinto respondiera. Lentamente se acercó a ella, inclinó su cabeza y rozó su frente con la de la niña, un gesto que en su especie significaba ‟te entiendo, aunque no pueda decirlo.” La pequeña sonrió con un brillo tenue en los ojos, sabiendo que, de alguna forma, la criatura sí la había comprendido. Entonces se sentó junto a ella, mirando hacia el bosque con una calma que hacía olvidar el miedo. Ya no eran una niña perdida y una criatura solitaria; eran dos seres que, sin proponérselo, habían comenzado a llenar el vacío de la otra. Por primera vez desde que dejó su antiguo hogar, no sintió la necesidad de aullar. El silencio bastaba, porque ya no estaba sola.
Con el atardecer ya asomándose en los árboles, y a pesar de las palabras que dijo ella, aún no sabía cómo cuidar de esa pequeña en un espacio tan grande y misterioso como lo era la naturaleza. Sabía que cuidarla era lo mismo que cuidar una flor en una intensa tormenta, algo frágil en un lugar tan extenso que no sabía los peligros que podría encontrar o pudo haber encontrado sola. Necesitaba pensar mejor en lo que estaba sucediendo, y para eso continuó con su costumbre. Buscó el árbol más alto sin alejarse mucho de su amiga y trepó hasta la punta para observar el cielo como ya lo había hecho tantas veces, ver la llegada de la noche podría darle las respuestas que ha estado buscando en todo este tiempo.
Desde lo alto del árbol, veía cómo el cielo se iba tiñendo lentamente de tonos dorados y violetas. Las copas se mecían con el viento, y entre ellas el sol parecía querer despedirse del bosque con una caricia luminosa. Abajo, la pequeña reía suavemente, recogiendo flores y formando pequeños ramilletes torcidos, sin saber que estaba siendo observada con ternura. Aún no sabía cómo cuidar a alguien. Había aprendido a sobrevivir sola, a escuchar los mensajes del bosque y a entender los ritmos de la noche, pero no a proteger a una vida tan pequeña. Miraba sus manos, sus garras, y pensaba si eran demasiado toscas para algo tan delicado. El viento sopló más fuerte, y ella levantó la vista al cielo, buscando una respuesta como solía hacerlo. Pero en vez de silencio, escuchó una voz desde abajo, suave y temblorosa:
‟¿Estás bien allá arriba?”
La criatura se asomó entre las ramas. Su amiga la miraba con una sonrisa tímida, sosteniendo una flor blanca entre los dedos. Por un instante, pensó que quizá el cuidado no era algo que se aprende sino algo que se siente cuando alguien te llama con esa voz.
Esa misma noche estuvo mirando al cielo en busca de esa respuesta que tanto deseaba saber desde que se fue de su viejo hogar en la otra parte del bosque. A su lado la pequeña descansaba tranquilamente con el peluche en sus brazos. Deseaba subir otra vez al árbol para observar mejor el cielo de la noche pero sabía que no podía dejar sola a su amiga en medio de la naturaleza nocturna, lo mejor era estar a su lado por las noches y protegerla como era debido. El canto lejano de los grillos y el crujir de las hojas la envolvían en una calma extraña, distinta a la soledad que antes conocía. Ahora había un ritmo más lento, una respiración que no era solo la suya: la de la niña dormida a su lado, con el peluche entre los brazos.
Observaba el rostro de ella iluminado por la luna. A veces, la pequeña sonreía en sueños, y eso bastaba para que la criatura sintiera algo nuevo, una calidez que no provenía ni del fuego ni del bosque, sino de dentro de sí.
Alzó la vista al cielo, buscando otra vez respuestas en las estrellas. Por primera vez, no pidió entender, ni buscó señales. Entendió que ya no tenía caso preguntarse por todas sus preguntas. Solo pensó en aquella certeza que la había despertado aquella mañana: ‟ya no puedes quedarte.” Ahora comprendía que tal vez no se refería al bosque que dejó atrás, sino a su antigua vida. El viento sopló con suavidad, como si quisiera arrullarlas a ambas. Bajó la cabeza y cerró los ojos junto a la niña, aceptando el silencio como un nuevo tipo de compañía.
Amanecía, y con eso iniciaba un nuevo día para ambas. La criatura observaba como su pequeña amiga aún seguía dormida con tranquilidad, a medida que iba recordando lo que pasó ayer entendió que las palabras de ellas, aunque no las entendiera del todo y aún le faltara aprender su lenguaje, tenían un significado que ella debía entender para que no la dejara ir por un error que podría cometer.
Un ruido familiar la interrumpió de su pensamiento. Al revisar en su alrededor nota que en la rama de un árbol se acercaba un pájaro a un nido en donde oía a polluelos pedir comida. El canto del ave acompañó el amanecer, suave y constante, como una enseñanza que el bosque le ofrecía sin palabras. Se quedó mirando al nido con atención: la madre bajaba, traía alimento, lo repartía con cuidado y después extendía sus alas para proteger a los pequeños del viento. Era un gesto sencillo, pero contenía algo que la criatura comprendió sin necesidad de lenguaje.
Bajó la mirada hacia la niña, que se frotaba los ojos aún medio dormida. La niña sonrió al verla y le tendió la mano, con la naturalidad de quien confía sin dudar. La criatura respondió con un leve movimiento de cabeza, un gesto torpe pero lleno de intención, como si el instinto empezara a volverse comprensión. El bosque despertaba alrededor: el murmullo del agua cercana, los pasos de algún ciervo en la distancia, el crujir de las ramas bajo el sol joven. Y por primera vez, ella no se sintió sola entre esos sonidos. Entendió que cuidar no era solo protegerla del peligro, sino aprender a estar junto a otro ser. Observar, escuchar, compartir. Como lo hacían todos los que alguna vez habían vivido en el bosque.
Caminaba con pasos lentos, dejando que su pequeña amiga la siguiera entre raíces y hojas. Cada cierto tiempo volteaba para asegurarse de que la niña no tropezara, y cuando lo hacía, se detenía a esperarla. Era un reflejo natural que había aprendido de observar tantas veces a las madres del bosque que guiaban a sus crías por los senderos.
La pequeña, en cambio, la miraba con una mezcla de ternura y desconcierto. A veces le hablaba con voz suave, marcando las sílabas con paciencia, como si intentara enseñarle palabras sin asustarla.
‟A-mi-ga...”
Su amiga la observaba sin entender del todo, pero imitaba el movimiento de sus labios, curiosa. El sonido que salía de su garganta era apenas un murmullo, una mezcla de ronroneo y aliento. La pequeña sonreía y volvía a intentarlo, señalando su propio pecho, luego apuntaba a la criatura, esperando que respondiera.
‟A-mi-ga...”
Ella inclinó la cabeza, pensativa. No sabía si debía decir algo, pero comprendió que ese era el momento en que los nombres nacían, cuando alguien te miraba y te llamaba por primera vez. El viento sopló entre los árboles, llevando con él el eco de las voces del bosque. Y aunque aún no podía hablar, algo en ella empezó a cambiar: entendió que cada palabra era una forma de ser vista, y que esa pequeña humana deseaba verla no como bestia ni sombra, sino como alguien real.
Durante el camino, le contaba sobre su nueva vida con ella que ahora consideraba una amiga de verdad, se sentía bastante alegre luego de haber ganado su confianza pese al poco tiempo que tienen de haberse conocido. Ella, por su parte, no comprendía las palabras, pero comprendía el tono. Cada frase que salía de los labios de su amiga sonaba como un canto pequeño, una melodía que el bosque no conocía, pero que lo hacía más cálido. La niña hablaba mientras recogía flores, mientras se agachaba para tocar las hojas húmedas o mientras acomodaba el peluche entre sus brazos con voz esperanzada.
‟Cuando vea a mis papás... les voy a decir que quiero quedarme contigo. Que ya no me da miedo el bosque. Que tú me cuidas.”
Ella la escuchaba desde unos pasos detrás, ladeando las orejas como si intentara atrapar cada palabra. No entendía el significado, pero algo entre ternura y calma despertaba. El viento rozaba su pelaje, y por un instante, tuvo la sensación de que esa pequeña voz humana llenaba el mismo espacio que antes llenaban sus aullidos solitarios. La pequeña volteó hacia ella, sonriendo.
‟¿Verdad que sí, amiga?”
Su peluda amiga inclinó la cabeza y emitió un suave sonido, algo entre un ronroneo y un suspiro. No era un ‟sí” ni un ‟no”, pero la niña lo tomó como respuesta. Entonces ambas continuaron caminando bajo el sol, una criatura sin nombre y una niña que hablaba con la esperanza de dos vidas nuevas entrelazadas.
Esa niña no era como las demás criaturas del bosque: no cazaba, no seguía rastros, no trepaba ni olfateaba el aire como ella. Era torpe, lenta y ruidosa; pero tenía algo que ningún otro ser del bosque poseía: una curiosidad infinita.
Cada mañana, ella intentaba enseñarle cómo sobrevivir. Le mostraba cómo moverse en silencio entre los matorrales, cómo distinguir las raíces comestibles de las amargas, cómo guiarse por el viento. Pero siempre terminaba haciendo algo distinto: se reía, se revolcaba en la tierra, se ensuciaba las manos mientras decía palabras que la criatura aún no comprendía.
Cuando regresaba con una presa, la niña hacía un gesto de negación y la tiraba a otro lado lejos de ella. Cuando traía hojas y raíces, apenas las tocaba. Solo cuando le ofrecía frutos, su rostro se iluminaba, y los devoraba con una alegría que hacía reír al bosque entero.
No era una criatura salvaje, pero sí una criatura viva. Y eso, con el pasar de los días, lo entendió.
A veces la tenía que apartar con suavidad cuando se acercaba demasiado a los arbustos espinosos o cuando un insecto la picaba. En otras ocasiones, la pequeña se quedaba dormida en medio del juego, abrazada al peluche, mientras vigilaba el entorno con la calma de una guardiana.
Así fue como empezó a verla de otro modo: no como una intrusa ni como una extraña, sino como algo más delicado que debía cuidar. Una pequeña traviesa, sí, pero su pequeña traviesa.
En las noches, cuando la veía dormida alegre y tranquila, sentía que ahora su vida iba un poco mejor de lo que fue antes de conocerla, y deseaba saber más de todo lo que vivía ahora. Pasaba las noches así, en silencio, con el lobo de peluche entre sus manos. Lo giraba despacio, lo olfateaba, lo miraba como si pudiera escuchar algo escondido dentro de su cuerpo de tela. Había algo en ese objeto que la inquietaba: no era solo el olor a tierra o el hilo gastado, era la presencia, esa sensación de que el peluche sabía algo que ella no.
Miraba a la niña dormir, con su respiración suave y el rostro cubierto por mechones enredados. A veces murmuraba palabras dormida, nombres quizás, o sueños, o recuerdos que las dos no podían entender.
En esas noches, se preguntaba cosas que nunca antes había pensado:
¿De dónde vino esa pequeña?
¿Por qué estaba sola?
¿Tenía padres que la buscaban?
Y lo que más la confundía... ¿por qué sentía que debía cuidarla, si nadie se lo había pedido?
El bosque le había enseñado a sobrevivir, no a proteger. Pero esa niña había despertado algo distinto: una necesidad que no era instinto, sino algo más profundo. Acariciaba el peluche con los dedos, y sus ojos brillaban con el reflejo de la luna. No sabía si era una promesa o una duda, pero cada noche algo le decía lo mismo, en su silencio ancestral:
‟Mientras ella esté aquí... a ti no te faltará nada.”
El cielo estaba despejado, tan profundo que parecía llamarla por su nombre, aunque todavía no lo tuviera. Las estrellas titilaban como si supieran un secreto que no podían decirle, y ella, quieta entre la respiración dormida de la niña y el rumor del bosque, comprendió algo por primera vez que su camino no había sido un error. Todo lo que había dejado atrás, su madriguera, los árboles antiguos, el aire que conocía, no fue una pérdida, sino un paso. Había llegado hasta ahí no por azar, sino porque tenía que hacerlo.
Esa pequeña humana, frágil y luminosa como una chispa entre la hierba, no era un final, era el principio. Alzó la vista al cielo con serenidad. Su pecho se movía despacio, como si el viento la respirara a ella también. Ya no sentía miedo, ni confusión, ni la soledad que antes la perseguía. Pero en algún rincón de su instinto, algo murmuraba: ‟Aún no termina.” El bosque le había dado un primer regalo: compañía.
Y en su mirada, ahora más humana que animal, se adivinaba la certeza de que vendrían más encuentros, más señales, más pruebas para entender lo que en realidad era.
El cielo permaneció en silencio, pero esta vez no necesitaba respuesta. Porque dentro de ella ya había nacido una, su vida recién empezaba.
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Vaya que me he tardado más de lo que esperaba en escribir este segundo capítulo de la historia, me tomó casi medio mes en escribir todo. Eso también cuenta con esta versión. Me tardé más tiempo de lo que pensé en mover la historia al blog y hacer sus respectivos cambios para que encajara con la página.
Como sea. Espero y les haya gustado, pronto seguiré con los artículos normales. Estaré trabajando en la traducción de una historia que encontré y después retomaré un artículo que dejé en 2023. Nos vemos.
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