En las profundidades de un bosque, todo parecía estar en completo silencio. No parecía escucharse ruido alguno en ninguna parte. Los arboles y el resto de la vegetación cubrían las alturas, tapando casi por completo la luz del sol que recién empezaba a salir.
De un momento a otro los ruidos comenzaron a escucharse. El movimiento de las plantas por el viento era lo que más se escuchaba, seguido por el canto de los pájaros que comenzaban a volar por todas partes, dando una reconocida melodía en la naturaleza. Con esos cantos se da el inicio de un nuevo día en el bosque, los animales estaban listos para hacer las cosas de siempre al no tener a alguien que los interrumpiera, no había algo fuera de lo normal en un lugar tan tranquilo como este.
Un pequeño grupo de pájaros volaba por los arboles, escuchando los cantos de otros mientras seguían su camino. Siguen volando y escuchando la melodía hasta aterrizar en un árbol que tiene un nido, habían volado tanto que necesitaban descansar. En ese mismo árbol, otros animales que se encontraban allí estaban despertando de su sueño y yendo de un lado a otro a hacer sus rutinas de animales. Construir nidos, ir por alimento, cuidar a sus crías, vigilar sus territorios, buscar una pareja. Tenían muchas cosas por hacer todos los animales del bosque. Bajo los arboles también había cosas por hacer. Los animales que estaban en tierra firme comenzaban a levantarse después de dormir tanto y partieron a hacer todo lo que los caracterizaba como animales, así es la naturaleza en este bosque y en cualquier otro lado.
Los animales se hallaban en completa tranquilidad escuchando el ruido del bosque, siendo algo completamente normal para ellos, todos esos ruidos los animaban a realizar todas las actividades que se encontraban haciendo. Algunos pájaros que se encontraban el los arboles seguían cantando, el ambiente era más relajante de lo normal en el bosque. Sin embargo, algo salió diferente, los pájaros dejaron de cantar al oír otro canto que más parecía una voz, alguien estaban allí con la naturaleza. Algunos animales se habían ido y los que quedaban intentaban saber de dónde provenía esa voz, una que se les hacía familiar y a la vez no. Volvieron a escucharlo, y esta vez se acercaron a un claro del bosque donde se podía oír mejor. Sabía exactamente de quién se trataba pero no sabían si acercase o alejarse; simplemente se quedaron ahí hasta saber quién hacía esos cantos.
De una madriguera sale una criatura grande con forma humanoide, tan humana que llamaría la atención de cualquiera. Esta criatura posee una apariencia animal tan peculiar, similar a un zorro; la cola, su hocico y sus orejas largas daban a entender eso. Su rostro era de lo más bello en cualquier criatura que se hallaba en el bosque, una que era capaz de emitir todo tipo de auras al verla en esos ojos verdes que parecían un par de esmeraldas. Parecía ser la belleza de la naturaleza dentro de un ser vivo. Lo más llamativo de la criatura era el color de su pelaje, una combinación de fucsia con blanco, no había alguien más en el bosque con estos colores.
La criatura, al igual que los animales, despertaba de un largo sueño vistiendo con telas viejas que cubren gran parte de su cuerpo. Los cantos que estaba haciendo los había dejado de cantar una vez que salió de su madriguera al mismo tiempo que los animales se alejaban tranquilos al verla salir, no les sorprendía verla en el bosque con ellos, al fin y al cabo era una más entre todos ellos. Unos cuantos se quedaron con curiosidad a ver a la criatura, quien se estaba arreglando el pelaje. Los más curiosos se acercaban a ella para ver su reacción, ella simplemente las miraba sin mucha atención, conocía a todos los animales del bosque y poco era lo que interactuaba con ellos en todo el día.
Al levantar su mirada al frente suyo nota que todos los animales se habían ido, y para ella eso significaba el comienzo de un largo día. Los pequeños animales habían vuelto para observarla otra vez, mirando curiosos cómo ella bostezaba y preparaba su cuerpo para este día. Comenzó a caminar rumbo a su siguiente destino, dejando atrás su madriguera y a los animales que la observaban, los cuales comenzaron a irse también.
En el camino no hacía otra cosa mas que pensar sobre que haría hoy y lo que hizo ayer, queriendo saber si aprenderá algo nuevo, tal como ha sucedido días anteriores. Con frecuencia volteaba la mirada para ver a los animales, que hacían lo suyo sin prestar atención a sus pasos y palabras. Sin embargo, ella podía entender un poco lo que ellos decían con sus ruidos, sabía que las cosas en el bosque estaban en total tranquilidad, y para ella se le hacía un poco aburrido tener que estar en el mismo lugar una y otra vez. Para eso ha tenido que recurrir a visitar otros lugares para no tener que aburrirse en todo el día, y sabía adonde ir hoy.
El bosque era su hogar, pero no siempre lo había sido. O tal vez sí. Los recuerdos no eran claros. Apenas recordaba cosas inusuales, que no sabía si eran propias de la naturaleza: las chispas de un pequeño fuego, una luz fuerte, una voz en otra lengua, el frío. Todo eso se deshacía cuando ella alzaba la vista y veía los árboles alzarse como centinelas.
Desayunaba con lo que encontraba: raíces suaves, un pequeño fruto entre hojas húmedas, o agua recogida entre piedras. Solo salía a cazar cuando era necesario, y no siempre llegaba a su madriguera con una presa. No cocinaba. No hablaba. No pensaba como los que vivían en casas.
Pero esa mañana, cuando fue a beber del arroyo, se detuvo. Una flor blanca flotaba sobre la corriente. No pertenecía a ese lado del bosque ni a otro que ella conocía. Lo sabía, porque nada flotaba desde allí. Las flores del otro lado eran raras, y nunca viajaban solas. La tomó con cuidado, y al olerla, algo dentro de ella se encendió: un recuerdo, un calor, una palabra que aún no sabía pronunciar. Se sentó. Observó la flor largo rato, como si esperara que hablara primero.
El día apenas comenzaba, pero ese pequeño cambio, una flor sobre el agua, ya había hecho que todo fuera distinto. Y sin saber por qué, la criatura miró hacia el norte, hacia donde el bosque se abría lentamente, como si el mundo la estuviera esperando.
La flor seguía en sus manos. No se marchitaba. Sus bordes, delgados como aliento, temblaban con la brisa como si respondieran al bosque entero. Esa criatura no sabía lo que era un mensaje, pero en ese momento comprendió que esa flor no era solo una flor que encontraría en el bosque.
Con el paso lento de quien se mueve sin rumbo fijo, la criatura empezó a caminar. Se movía por instinto, olfateando ramas, esquivando raíces que conocía de memoria, oyendo a los animales a lo lejos, sintiendo cómo el viento movía su pelaje con el mínimo contacto. Tenía un mapa en la sangre, grabado con mil pasos anteriores. Pero esa vez tomó un giro distinto.
No buscaba comida. No huía. Solo avanzaba sin un rumbo claro.
El sol subía con timidez, filtrándose entre los árboles altos, con unas cuantas ráfagas de luz viéndose en el camino. El bosque aún estaba húmedo por la neblina nocturna. Luego de haber recorrido por varios minutos, ella volvía a paso ligero entre la maleza, con las patas manchadas de tierra húmeda y el pelaje aún salpicado por hojas secas. La luz del medio día se filtraba entre las copas altas, iluminando su andar con reflejos que parecían seguirla. Su madriguera estaba hecho entre raíces torcidas, piedras pequeñas, musgo con olores peculiares y plumas de varios colores. No era un nido ni una cabaña, pero era lo suyo. Su olor lo cubría. Su calor seguía allí incluso cuando salía. Era hogar, aunque nunca había dicho esa palabra. Antes de entrar se detuvo un instante, siempre le gustaba escuchar el silencio del bosque antes, como si quisiera asegurarse de que su escondite seguía siendo solo suyo en todo el bosque.
Dentro, el aire era fresco, impregnado de tierra y un vago aroma a corteza. Empezó a mover las pocas cosas que había guardado en sus exploraciones: pequeños trozos de madera pulida por el río, plumas de tonos vivos, piedras que brillaban apenas con la humedad. Entre todas ellas, había colocado esa flor blanca. Estaba intacta, como si el tiempo no pudiera marchitarla. Aún desprendía ese peculiar aroma, y eso le daba una extraña calma que le erizaba el pelaje. La sostuvo entre sus patas, ladeando la cabeza, como si la flor fuera a darle una respuesta que aún no comprendía. Un instinto más profundo que la lógica le había hecho guardarla. Y ahora, al verla bajo la tenue luz que entraba por la entrada de la madriguera, sintió que aquella flor no era solo un adorno silvestre.
El bosque traía una calma total, más de lo normal, como si escuchara junto a ella. La criatura acarició suavemente los pétalos y, sin saberlo, aquella flor era una señal, un eco de lo que estaba por venir, y la primera pieza de un destino que ya la estaba buscando desde hace mucho.
Salió nuevamente de la madriguera, dejando la flor blanca en un rincón seguro, como si fuera un tesoro al que debía regresar más tarde. El aire del bosque tenía ese frescor que anuncia la llegada de la tarde, las primeras sombras se alargaban entre los troncos.
Comenzó a moverse con soltura entre el bosque, recogiendo lo que necesitaba: raíces comestibles, frutos silvestres que aún colgaban de arbustos escondidos, ramitas que crujían al quebrarse en sus patas. También arrancó manojos de hierba seca y musgo blando, sabiendo que le servirían para acolchar el suelo de su refugio contra el frío que se avecinaba.
No estaba sola. A cada paso, el bosque parecía observarla. Un par de ardillas la siguieron a la distancia, saltando de rama en rama, chasqueando con curiosidad al verla juntar nueces. Un petirrojo se posó cerca, inclinando la cabeza como si aprobara lo que hacía. Incluso un zorro joven, más pequeño que ella, se asomó entre los helechos y la olfateó desde lejos antes de correr con timidez.
Ella no hablaba con ellos, pero sus gestos eran respuesta suficiente: un leve movimiento de la cola, una mirada tranquila, un silencio compartido. Había aprendido que no todos los encuentros eran de peligro; algunos eran apenas roces, pequeños recordatorios de que el bosque no era suyo, sino de todos.
Con el tiempo, la carga entre sus brazos creció: piedras lisas que podrían servir para moler frutos, ramas fuertes para reforzar las entradas, hierbas aromáticas que había descubierto cerca de un arroyo. Cada cosa tenía un propósito, aunque todavía no supiera bien cuál.
Cuando el sol empezó a teñir de naranja las copas más altas, ya había llenado su pequeño viaje de hallazgos. Se detuvo a mirar cómo algunos animales la seguían aún con los ojos, y por un momento sintió que no estaba tan sola como creía. El bosque le respondía con compañía, aunque fuera breve y dispersa.
Cuando llegó el anochecer, ella había terminado de ordenar todas las cosas que había recolectado, pero cuando salió de la madriguera para dar un respiro, algo la hizo voltear a un árbol. Algo le decía que tenía que subirse y ver con sus propios ojos la llegada de la noche, dudaba en si hacerlo, pero luego de respirar profundamente se animó a hacerlo.
El aire nocturno se volvió más frío conforme alcanzaba la copa del pino. Sus garras se aferraban con precisión a la corteza, cada salto medido, cada apoyo firme; conocía ese ascenso de memoria, lo había repetido tantas veces que el árbol parecía reconocerla.
Cuando llegó a lo alto, se acomodó entre las ramas más resistentes y miró hacia arriba. El cielo se abría entero sobre ella, un manto en auténtica transformación. Primero, el último hilo de sol se apagó en el horizonte, pintando el bosque de un azul profundo. Luego, como pequeñas brasas, comenzaron a surgir los puntos de luz, una, dos, tres estrellas, hasta que el firmamento se llenó de destellos silenciosos.
Se había quedado quieta, sin pestañear, contando los segundos en los que la luz cambiaba de dueño, del sol a las estrellas. Aquella rutina le daba calma, como si por unos instantes pudiera sentirse parte de algo más grande que los límites de los árboles y el frío de la madriguera.
Pero esa noche, el silencio se coló de otra forma. Mientras observaba el cielo, una sensación de peso la acompañó, la certeza de su naturaleza y su soledad. Se preguntaba cuántos años había pasado así, entre ramas, musgos y raíces, viviendo como un animal salvaje y sin nadie a quien llamar suyo.
El viento movió las agujas del pino, y ella cerró los ojos un instante, escuchando. Una parte de ella quería creer que ese murmullo era una respuesta, un consuelo invisible. Otra parte dentro de su ser aceptaba la verdad: estaba sola, y esa soledad era a la vez su escudo y su carga.
El cielo entero la miraba, y ella, pequeña en la copa de un árbol, miraba de vuelta, preguntándose si alguna de esas estrellas era capaz de entenderla.
No consiguió una respuesta, solo podía oír los murmullos de los pinos que eran mecidos por el viento, pero no sabía si alguien o algo la había escuchado. Fue lo que pudo pensar mientras veía una vez más la noche. Descendió con cuidado, como si cada rama fuese un escalón que la regresaba lentamente a la tierra. Cuando finalmente sus patas descalzas tocaron el suelo cubierto de agujas secas, una corriente de aire la envolvió, fresca y cortante, como si el bosque hubiera querido recordar su presencia. Caminó de regreso a su madriguera, llevando consigo un silencio más pesado que antes.
Se recostó entre el musgo que había preparado horas atrás, intentando encontrar comodidad en la rutina de siempre. Pero esa noche no fue igual. Su cuerpo descansaba, sí, pero su espíritu parecía inquieto. No logró hundirse en ese sueño profundo y seguro que otras veces la había envuelto; en cambio, se encontró en un territorio extraño, frágil, como si estuviera entre la vigilia y lo desconocido.
Soñaba. No con paisajes ni con los animales del bosque, no con cosas que reconociera. El sueño era fragmentado, desordenado, cargado de un misterio que la inquietaba. Una sombra que se alejaba lentamente, más allá de su alcance. Un eco que apenas podía escuchar. Una voz, suave y distante, que parecía pronunciar un nombre... su nombre... antes de que ella siquiera tuviera uno.
Se removió entre el musgo, con las orejas temblando levemente, como si su cuerpo quisiera despertar y no pudiera. Afuera, el bosque permanecía quieto, pero en su interior algo se agitaba. Ese sueño, tan extraño como incomprensible, se aferraba a ella como una semilla recién plantada.
El amanecer llegó como siempre: el canto de los pájaros, el aire húmedo filtrándose por la entrada de su madriguera, la luz atravesando las hojas. Todo parecía igual... pero ella no lo sentía así. Se incorporó lentamente, acariciando con las manos el musgo que había usado como cama. No era el bosque lo que había cambiado. Tampoco su cuerpo, sus patas o su olfato. Era algo invisible, algo que le ardía dentro como un fuego silencioso.
Por primera vez desde que recordaba su existencia, tuvo un impulso que no nacía del hambre, ni del frío, ni de la necesidad de sobrevivir. Era otra cosa: quería entender.
Se quedó un buen rato sentada, inmóvil, mirando cómo los rayos del sol entraban en líneas doradas a través de la entrada de la madriguera. Nunca antes se había detenido a observar de esa manera, y de pronto le pareció importante. ¿Qué era lo que realmente había visto en su sueño? ¿Esa sombra que se alejaba? ¿Esa voz que la llamaba por un nombre que aún no tenía?
Sus manos apretaron sin darse cuenta la flor blanca que había guardado la tarde anterior. Esa flor... ¿por qué había sentido la necesidad de conservarla? ¿Qué era lo que había querido decirle el bosque cuando la puso en su camino?
Ella se levantó con un aire distinto, más ligera y más inquieta a la vez. Ya no se trataba de cazar, recolectar, trepar o dormir. No era solo sobrevivir. Algo dentro de ella pedía buscar más allá de la rutina, aunque no supiera cómo. El bosque seguía ahí, idéntico, pero ella ya no lo veía de la misma manera.
Se enderezó frente a la entrada de su madriguera y, como cada mañana, dejó salir de su pecho un aullido breve, ronco, quebrado en tonos agudos, tan parecido al de un zorro y tan diferente a lo que hizo el día anterior que los pájaros cercanos se agitaron en las ramas. Repitió el sonido, más largo, más sostenido, hasta que la vibración se deshizo en el aire frío del amanecer. Era costumbre, parte de su despertar salvaje, como si anunciara al bosque que ya estaba lista para moverse, para vivir otro día. No esperaba respuesta, pero hacerlo le daba una sensación de pertenencia: era la forma en que recordaba que todavía estaba ahí.
Después, alzó el rostro y comenzó a olfatear. Primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha, cada inhalación profunda y contenida, como un ritual aprendido sin maestros. Sus manos, instintivamente, tocaban el suelo húmedo, y sus orejas se tensaban en busca de cualquier señal. El olor a tierra mojada. El aroma tenue de resina, fresco y punzante. El rastro de algún conejo que había pasado horas antes. Y más allá, algo difuso, desconocido, como una corriente de aire que no terminaba de tener nombre. El acto era lento, pausado, solemne. Como si fuera una oración sin lengua, como si al olfatear pudiera leer lo que el bosque quería contarle. Cada olor era un hilo invisible, y ella trataba de seguirlos todos a la vez.
Ese día, más que nunca, sintió que buscaba algo. Aunque aún no supiera qué.
El arroyo la recibía siempre con el mismo murmullo cristalino, como un hilo de voz que nunca se cansaba de repetir su canto. Se inclinó hacia el agua y bebió con lentitud, dejando que cada sorbo le enfriara la garganta. Después, hundió sus manos peludas en el cauce y se lavó la cara, frotándose los ojos como si quisiera borrar los restos de su sueño extraño. Algunas veces, como esa mañana, se metió un poco más, dejando que el agua helada recorriera su pelaje y su piel. No lo hacía todos los días, solo cuando lo sentía necesario, como si aquel baño renovara algo dentro de ella además de limpiarla por fuera. Al salir, sacudió su cuerpo con un movimiento rápido, salpicando gotas que brillaron bajo el sol naciente. Subió a una roca cercana, plana y bañada de luz, y allí se recostó. El calor solar le acariciaba el cuerpo húmedo, evaporando la humedad y devolviéndole la calma.
Fue entonces cuando los otros se acercaron. Una pareja de ciervos jóvenes bajó al agua con pasos cautelosos, y no tardaron en seguirlos un par de aves pequeñas que revoloteaban sobre la corriente. Incluso un tejón, torpe y decidido, cruzó hasta el otro lado, ignorándola.
Ella los observaba con un brillo en los ojos que no era el mismo de antes. Antes solo los veía como parte de un entorno que debía respetar para sobrevivir; ahora los miraba con preguntas. Ellos bebían, caminaban, existían... como ella. Y aunque sabía que era distinta, verlos así la hacía sentir parte de algo mayor, como si no estuviera tan sola.
Se quedó tendida, con el sol acariciándola y los pensamientos recorriéndole la cabeza. El bosque seguía dándole lo mismo de siempre, pero ella ya no lo recibía igual. Había una diferencia, un vacío que se llenaba poco a poco de preguntas.
Durante la tarde, ella deseó correr por todo el bosque. No para escapar ni para cazar. Corría por el placer de sentir sus patas tocar la tierra húmeda, por ese breve segundo en que parecía volar antes de caer otra vez. Sus zancadas eran firmes y seguras, sus ojos abiertos. En esos momentos, no era ni zorro ni animal ni criatura, era el bosque corriendo dentro de sí, la naturaleza tomando una imagen propia de lo que es.
Era la manera en que su cuerpo recordaba lo que su mente aún no comprendía: que no había nacido para quedarse inmóvil, que el movimiento era su primera oración. Las ramas altas se agitaban con ella, las hojas secas estallaban bajo sus pasos, y hasta el viento parecía seguir su ritmo.
En medio de la carrera, por un instante, sintió que algo o alguien la acompañaba. Una presencia fugaz, como otra sombra corriendo a su lado, invisible pero real. Giró la cabeza, pero solo encontró los troncos y la maleza vibrando con su paso. No era miedo lo que sentía, sino una inquietud nueva, como si la tierra le quisiera revelar un secreto que aún no sabía escuchar.
Y entonces, cuando se detuvo a recuperar el aire, sintió que ese deseo de entender volvía más fuerte. Ya no bastaba con correr, con beber, con dormir. El bosque, de alguna forma, le estaba pidiendo algo más. Se quedó quieta, con las orejas erguidas y el pecho aún agitado por la carrera. El claro en donde estaba ahora se encontraba abierto como una herida de luz en medio de los árboles, y a ella le gustaba llegar ahí porque el cielo parecía más cercano, más grande. Ese día, sin embargo, no solo lo contemplaba, lo interrogaba en silencio.
Se sentó sobre la hierba, acariciando el suelo húmedo con las manos como si buscara una respuesta allí, en la tierra misma. Por primera vez, sentía que no bastaba con existir. El instinto la había traído hasta ese punto, pero lo que la despertaba ahora era algo distinto: la certeza de que había una razón, aunque no supiera cuál. Apretó en su mano una ramita seca, la observó hasta que se quebró con un leve chasquido. Ese sonido, tan pequeño, resonó como una señal. Si hasta lo más débil tenía un final y un sentido, ¿qué significaba entonces su propia existencia?
El aire se movió y la hizo mirar otra vez hacia el cielo. No había voz ni sombra ahora, solo silencio. Pero en ese silencio algo se formaba dentro de ella: la decisión de buscar.
Aún no lo comprendía realmente, por dentro sentía la necesidad de hacerlo, aunque no supiera del todo lo que buscaba. Algo le decía que tuviera que buscar eso que la estaba siguiendo en todo el tiempo, y si lo encontraba significaría algo para su vida que terminaría por cambiarla. Con eso en mente fue que decidió empezar a buscar. El ruido de sus pasos acelerados era lo que más sonaba en todo el bosque. Corría sin tener un rumbo claro otra vez, y no sabía si empezar con su búsqueda o seguir con su vida. A menudo se detenía para soltar un aullido que se podía escuchar en todos lados. Tenía la esperanza de que alguien la escuchara y le respondiera sus llamados, pero nada ocurrió en sus intentos.
El bosque respondía solo con ecos. El crujir de las ramas, el batir de alas en lo alto, el movimiento inquieto de las hojas cuando el viento soplaba. Pero ninguna voz distinta a la suya regresaba. Se detuvo un momento, jadeando, con la garganta áspera de tanto aullar. Se quedó quieta, escuchando con toda la atención que tenía, con los ojos fijos en los espacios oscuros entre los troncos. Nada. Solo la soledad que ya conocía, pero ahora se sentía distinta, más pesada. Aun así, no desistió. Volvió a correr, más rápido, más lejos. Sus patas levantaban tierra y hojas secas, y su respiración era una mezcla de cansancio y obstinación. Aullaba hacia arriba, hacia los árboles, hacia los claros, hacia cualquier rincón que pudiera devolverle algo más que silencio.
Y aunque no obtuvo respuesta, cada aullido encendía algo dentro de ella: una convicción. Era como si la búsqueda misma la estuviera transformando, como si en ese acto de llamar sin recibir nada ya hubiera una promesa escondida.
Al final, cuando cayó de rodillas en la hierba húmeda, lo entendió apenas con un destello: lo que buscaba no era tanto una voz allá afuera, sino la certeza de que no estaba sola en su existir. Pero aún con eso, ella quería todavía saber más de lo que pasaba, y sabía dónde podría encontrar sus respuestas.
El anochecer se hacía presente en el bosque, los ruidos, el aire frío y las sombras de los árboles que se hacían más grandes eran una señal de que estaba llegando, con la oscuridad más fuerte que antes. Ella había regresado a su madriguera, había entrado para buscar algo en especifico entre todas las cosas que tenía. Estuvo buscando por unos segundos hasta que encontró esa flor blanca, la misma que había encontrado en el arroyo el otro día y que no sabía el por qué había llegado.
Se sentó frente a la flor blanca, colocándola con cuidado entre sus patas, como si fuera algo demasiado frágil para el bosque áspero en el que vivía. La observó en silencio, con la respiración entrecortada tras haber corrido tanto. Suave, casi con reverencia, pasó sus dedos por los pétalos. La flor no hablaba, no se movía, no ofrecía respuesta. Pero en su quietud, sentía que guardaba un secreto.
Cuando la impaciencia comenzó a crecer, levantó la flor, la sostuvo a la altura de su rostro y cerró los ojos, como si esperara que un soplo, un susurro o un recuerdo llegara. Nada. Solo el silencio espeso de la noche.
Con un suspiro bajo, sostuvo la flor con delicadeza en su boca y salió. Sus patas la guiaron de nuevo hasta el gran pino de la noche anterior, ese que ya era como un altar. Trepó con habilidad, sintiendo la corteza áspera contra sus manos y brazos, hasta llegar a lo más alto. Ahí, el viento la envolvió y el cielo se abrió sobre ella, profundo y lleno de estrellas.
Alzó la vista, inmóvil, como si cada luz pudiera ser la respuesta a las preguntas que la estaban desbordando. Esperó, contando otra vez los segundos entre el último rastro del día y el brillo más intenso en lo alto. Y aunque ninguna voz bajó, aunque las estrellas no cambiaron su lugar, sintió que mirar el cielo era distinto a la noche anterior: esta vez no era solo un ritual, era un llamado. Como si con esa simple acción estuviera acercándose un poco más a una verdad que aún no comprendía.
Permaneció sentada en la rama más alta, con el viento jugando entre su pelaje y la flor blanca temblando en su mano. No sabía por qué lo hacía, pero la levantó hacia el firmamento, como si aquella ofrenda improvisada pudiera ser entendida por el cielo.
El resplandor de las estrellas parecía responder con su propio lenguaje, con unas más brillantes que otras, algunas parpadeando como si fueran latidos lejanos. Ella las miraba con los ojos muy abiertos, incapaz de descifrar lo que significaban. El gesto de su rostro estaba dividido entre asombro y desconcierto.
La flor, blanca e inmóvil, parecía absorber parte de la luz estelar. Y aunque ninguna voz descendió ni ninguna respuesta clara llegó a ella, sintió un extraño lazo, que ese cielo nocturno, vasto y silencioso, era un amigo distante que quería decirle algo, pero aún no sabía cómo escucharlo.
El deseo de entender se apretaba en su ser como un peso dulce y doloroso. Con la flor aún en alto, susurró un ruido bajo, mezcla de aullido y murmullo, como si intentara inventar un idioma para hablar con la inmensidad.
El bosque se detuvo con ella. Con la flor blanca aún en su mano, abrió el pecho y dejó que sus aullidos se transformaran en algo distinto: no eran llamados de soledad ni gritos de alerta, eran un canto, rítmico, quebrado pero bello. Sus notas se deslizaban entre los árboles, se elevaban al cielo como si buscaran rozar las estrellas.
Los animales nocturnos, acostumbrados al silencio interrumpido solo por insectos y hojas movidas por el viento, se quedaron quietos. Un búho giró la cabeza para escuchar mejor, los ciervos alzaron las orejas, incluso los grillos callaron un instante. Nadie en ese bosque había escuchado nunca esa melodía que nacía de la garganta de esa criatura; no era completamente animal ni humana, era algo intermedio, un eco nuevo que el bosque aceptaba.
El aire mismo parecía vibrar con su canto. La brisa se movía suave, llevando la melodía lejos, mientras la flor en su mano resplandecía apenas bajo la luz estelar. No sabía lo que significaba eso que estaba haciendo, pero sentía que su voz era ahora parte del bosque y del cielo al mismo tiempo.
Cuando el último aullido se apagó en la altura, un silencio profundo cubrió el claro. Los animales retomaron lentamente sus actividades, aunque algo había cambiado: una nueva voz había nacido en el bosque, y todos habían sido testigos.
Volvió a su madriguera y se acurrucó en ella, con la flor blanca colocada cerca de su costado como si fuera un amuleto. Cerró los ojos y, aunque su cuerpo descansaba, su mente se hundió en un sueño inquietante.
La sombra estaba allí otra vez. No era un animal, ni árbol, ni figura que pudiera reconocer. Era una forma cambiante, difusa, que se alejaba con pasos lentos como si la estuviera guiando a alguna parte. A cada movimiento, el eco resonaba, como si sus propios aullidos volvieran deformados desde muy lejos. Y entonces, la voz. No era clara, pero tampoco era ruido. Era un susurro que parecía flotar entre su oído, repitiendo algo que aún no comprendía. Una palabra incompleta, rota, que sonaba como si fuera un nombre, el suyo, antes de tener uno.
El sueño la llenó de inquietud y esperanza al mismo tiempo. No sabía si debía seguir a la sombra, si debía responder al eco o simplemente escuchar. Pero en el fondo, sentía que lo que había visto no era un sueño cualquiera: era una señal, aunque todavía no pudiera entenderla.
La mañana siguiente fue diferente a todas las demás. El cielo no tenía palabras. Pero ese amanecer... ese amanecer habló.
La criatura despertó antes del primer canto de las aves o de otros animales. El bosque aún estaba oscuro, los caminos parecían estar despejados, y sin embargo, algo la levantó con fuerza. No fue hambre, no fue un sonido. Fue una certeza súbita, como si la tierra la hubiera empujado suavemente desde abajo: ‟Ya no puedes quedarte.” Subió por el mismo tronco de anoche, pero esta vez no lo hizo por juego, ni por costumbre. Y ahí estaba: no distinto, pero tampoco igual. El color era más profundo, más frío. Las nubes flotaban y se movían con lentitud, pero en una dirección clara, como si también ellas supieran a dónde iban. Y el viento ya no olía a tierra húmeda ni a musgo, olía a otras hojas. a otros árboles, a caminos.
Permaneció allí, aferrada al tronco, con la respiración contenida como si el bosque entero la estuviera escuchando. No era el mismo aire de siempre. No era la rutina de los días en que corría, cazaba lo necesario y volvía a su madriguera. Algo en ese cielo distinto y en ese viento viajero le decía que ya no bastaba con mirar, ni con esperar.
La criatura bajó lentamente y en silencio, sin apartar la vista de las nubes que se movían hacia un rumbo invisible. Su pecho latía más rápido, no de miedo, era otra cosa. Era como si ese eco de sus sueños hubiera despertado en su cuerpo y ahora le exigiera levantarse, salir, buscar.
Caminó unos pasos alrededor de su madriguera, observando sus ramas, las piedras que había juntado, la flor blanca que descansaba dentro. Todo parecía demasiado pequeño, demasiado callado para lo que estaba sintiendo. Por primera vez, el bosque, su hogar eterno, le quedaba chico.
Se sentó en el suelo húmedo, cerró los ojos y alzó la flor hacia el aire frío de la madrugada, dejando que el viento la tocara. No sabía por qué, pero sintió que ese gesto era una despedida, aunque todavía no se atrevía a marcharse. Le dolía un poco tener que despedirse de su hogar. Solo quedó una última huella sobre la tierra blanda.
Antes de irse, miró por encima del hombro, como si esperara ver algo que le dijera ‟espera”, pero no había nadie y no escuchó algo que la detuviera. Ella deseó hacer algo para despedirse del bosque, agradeciendo todo el tiempo que estuvo ahí viviendo con la naturaleza. De un momento a otro soltó unos aullidos, los mismos que había hecho esa noche, pero esta vez se notaba un pequeño dolor porque sabía que sería la última vez que el bosque que conocía la escucharía.
El aullido se alzó entre los árboles como una corriente viva. No era un grito salvaje ni un llamado de costumbre, era un canto suave, sostenido, que temblaba entre los troncos y descendía hasta el arroyo. Los búhos dejaron de batir sus alas, los ciervos se quedaron inmóviles con las orejas erguidas, incluso los insectos parecieron acompasarse al sonido. El bosque entero, por un instante, fue silencio expectante. Ella cerró los ojos mientras continuaba. Su voz animal se quebraba en notas largas, como si tratara de decir algo que todavía no sabía pronunciar. En cada aullido dejaba una parte de lo que había sido en ese bosque: sus carreras solitarias, sus madrugadas heladas, la compañía distante de los otros animales.
El viento llevó la melodía más allá de donde podía ver, y cuando terminó, se recostó sobre la tierra húmeda, sintiendo que el eco de su canto todavía vibraba entre las raíces. El bosque había escuchado su despedida, aunque aún no la hubiera dicho con palabras.
Permaneció quieta un momento más, dejando que la humedad de la tierra se impregnara en su pelaje y en sus manos. Esa verdad, silenciosa y contundente, se abrió paso en ella como lo hace la luz al amanecer: no volvería pronto... Tal vez nunca.
Porque el bosque siempre seguiría siendo bosque sin ella, creciendo, respirando, escuchando otros cantos. Y ella... ella ya no podía ser solo lo que había sido. Lo supo con la misma certeza con la que los pájaros saben cuándo volar hacia el sur, o con la que los ríos encuentran su cauce aunque lo pierdan por un instante.
La migración no era un castigo ni una huida. Era un cambio inevitable. No se trataba de frío ni de hambre. Se trataba de dejar atrás una piel, una voz, un silencio, para buscar otros.
Se levantó lentamente, con la flor blanca en una parte de su vieja ropa. No era un adorno, ni un alimento, era una promesa. Miró una última vez los árboles que tantas veces trepó, el arroyo donde bebía cada mañana, y el pino más alto que la había sostenido bajo cielos infinitos. Y aceptó: ya no podía seguir siendo lo que fue.
Comenzó a caminar hacia donde el viento le decía, sus pasos eran tranquilos, pero sus oídos estaban atentos. El bosque cambiaba con cada zancada: ramas más delgadas, sonidos nuevos, sombras distintas.
Cada paso la alejaba de lo que conocía y la acercaba a lo incierto. El viento era su única brújula, y lo seguía con la confianza de quien no necesita mapas. El suelo ya no olía al mismo musgo húmedo de su madriguera, sino a cortezas frescas y hojas jóvenes.
Los árboles eran más altos, pero sus ramas más delgadas; los sonidos del bosque se transformaban en notas nuevas: grillos distintos, aves que no había escuchado antes, el murmullo de corrientes que no reconocía. Cada sombra tenía un contorno distinto, como si el bosque mismo le hablara en otro idioma.
Sus orejas se mantenían atentas a cualquier crujido, sus ojos a los claros que aparecían como ventanas entre la espesura. No era miedo lo que sentía, era expectación: la certeza de que algo esperaba más adelante, y que esa marcha tranquila no era un extravío, sino un camino trazado para ella.
En su ropa, la flor blanca temblaba con el vaivén del viento, como si también ella supiera hacia dónde había que ir.
Ese fue el día en que la criatura partió del bosque, sin nombre, sin rumbo, pero con algo latiendo dentro que no la dejaría volver igual.
Se detuvo un instante. No era cansancio lo que la frenaba, sino la conciencia de la distancia. El bosque ya no era el mismo; las raíces que antes conocía habían quedado atrás, las piedras que marcaban su madriguera ya no estaban bajo sus pies. Miró alrededor y lo comprendió... había perdido la cuenta del tiempo, de las huellas, de los árboles que se repetían.
El camino no era camino, solo pasos que se volvían irreversibles. La criatura lo supo de golpe, aunque quisiera volver, no podría. No había un rastro, ni un regreso claro. El bosque no tiene fronteras, pero ella sí había cruzado una invisible.
Sostuvo la flor blanca con sus manos, como un objeto místico contra la incertidumbre. Su respiración era serena, no había llanto ni miedo, solo esa certeza nueva, estaba demasiado lejos, y ese ‟lejos” ya era su hogar.
El bosque que conocía parecía haberse quedado atrás, y lo que tenía frente a ella era un mundo completamente distinto.
Las copas bajas formaban un techo más cerrado, casi como un refugio que la obligaba a bajar la cabeza para caminar. Las ramas gruesas, arqueadas, parecían inclinarse hacia ella, como si quisieran susurrarle algo. El aire era más fresco, más húmedo, y cada respiración llenaba sus pulmones con un aroma nuevo, mezcla de hojas tiernas y tierra fértil.
El suelo, cubierto de un pasto suave y claro, era tan distinto que no pudo resistirse: se dejó caer sobre él, rodó un poco y restregó su cuerpo contra esa nueva piel de la tierra. Cerró los ojos y por un momento sintió que la abrazaba, que ese lugar reconocía su llegada y la recibía como a una hija perdida.
Los insectos zumbaban en un tono más suave, y los pájaros que volaban entre las ramas tenían cantos que jamás había escuchado. Todo parecía hablarle en un idioma que no entendía, pero que, de alguna manera, sentía propio.
Ese instante de juego y descubrimiento fue como un recordatorio de lo que había sido: una criatura salvaje. Pero también un presagio de lo que vendría: un mundo que la invitaba a quedarse, aunque aún no lo supiera. Sus aullidos de se extendieron por aquel nuevo bosque como un eco extraño, distinto al que solía escuchar en su hogar. Los árboles bajos devolvían el sonido con un murmullo más íntimo, como si el bosque la recibiera en silencio, reconociendo su voz por primera vez.
Pero de pronto, un crujido seco quebró esa calma. Fue rápido, casi fugaz, como un cuerpo atravesando las ramas o corriendo sobre la hierba blanda. Ella se tensó de inmediato: sus orejas se alzaron, su cola se erizó, y sus ojos recorrieron cada sombra en busca de lo que había interrumpido su canto.
El ruido se desvaneció tan veloz como había aparecido. Corrió hacia donde lo había escuchado, olfateó la tierra, buscó huellas en el pasto... nada. Ni rastro de lo que había pasado por ahí.
Por un instante, pensó que tal vez el bosque nuevo quería probarla, mostrarle que no era ella la única que lo habitaba. Respiró hondo, soltó un soplido por la nariz, y decidió no darle más vueltas. Aún con la alerta viva en sus sentidos, siguió avanzando entre la espesura.
Ese sentimiento la envolvía como una sombra pesada. Cada crujido bajo sus pasos se perdía en la espesura, y aunque agitaba las ramas o gruñía al aire para no sentirse sola, el silencio le respondía con más fuerza. La penumbra se cerraba a su alrededor, con árboles altos que parecían susurrar en un idioma que no entendía.
El aire se volvió más frío, húmedo, con un olor a tierra antigua y raíces profundas. Sus ojos apenas podían distinguir formas entre la negrura: siluetas torcidas de troncos, manchas de musgo que parecían brillar por instantes, como si fueran ojos.
Sentía la mirada encima, pero no podía señalar de dónde venía. El bosque la recibía, pero no con hospitalidad, sino con un examen cuidadoso, como si midiera cada uno de sus pasos.
Y aun así, la curiosidad fue más fuerte que el miedo, siguió caminando, hasta que lo oscuro no solo era el ambiente, sino el propio lugar donde estaba entrando, un rincón del bosque al que la luz casi nunca llegaba.

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