10 de agosto - Aniversario de los héroes olvidados
El parque central nunca había estado tan lleno de colores inusuales. Sobre el pasto corto, en un claro entre bancos y árboles viejos, seis figuras metálicas se alzaban con gesto orgulloso, como si recién hubieran descendido de una leyenda viva: un guerrero rojo con una espada de fuego; una centinela azul, firme y ágil como los ríos; un sabio blanco que parecía hecho de un hielo eterno; un guardián verde listo para saltar; un coloso negro que inspiraba respeto, y una figura marrón, energética y confiada.
Eran unas estatuas que fueron la gran sensación del parque por este día que podría ser uno como cualquier otro, pero para los fans significaba otra cosa. Eso era lo que trataba de decir el letrero junto a ellas:
‟Exposición temporal: Toa Mata - Los héroes de una generación.En honor al aniversario de Bionicle, 10 de agosto.”
Nadie las tocaba. No por miedo, sino por respeto.
Un niño de apenas unos siete años y que no sabía qué era un “Bionicle”. Ni le importaba. Se detuvo porque la figura azul tenía unos ganchos enormes y una máscara que era bastante similar a la que suelen llevar los buceadores.
¿Es un pez robot? - preguntó en voz alta, sin que nadie respondiera. Se acercó a un banco frente a las estatuas y se subió con cuidado. Desde ahí, imaginó que esa figura vivía en el fondo del mar y rescataba criaturas pequeñas. Decidió llamarla Capitana Ola. Su mamá lo llamó para irse, pero él prometió volver al día siguiente con crayones. Tenía que dibujarla.
Un coleccionista adulto había guardado sus figuras hace años, cuidadosamente selladas en bolsas individuales, cada una con su máscara, su arma original, sus piezas extra. Pensó que nunca volvería a verlos, no así. Se quedó de pie, sin sentarse. Miró a Tahu, el Toa de fuego, con un nudo en el pecho. Recordó cómo pasaba horas reconstruyéndolo cuando se desarmaba, cómo su padre, que no entendía nada de juguetes, le ayudaba en silencio, con una linterna entre los dientes. Ahora, con más canas que tiempo libre, Martín solo murmuró:
Gracias por todo lo que me diste. Gracias por seguir aquí.
Una chica que pasaba por ahí solo venía a leer al parque. No sabía nada de figuras de acción. Pero algo en las estatuas la hacía detenerse cada tarde. Había algo elegante en su postura, algo que no parecía infantil ni comercial. Eran personajes que parecían tener una historia.
Una tarde, escuchó a dos chicos hablar emocionados:
—Este es Pohatu, el Toa de la piedra.
—¡Y este es Lewa! Era como el más rebelde.
No dijo nada. Solo escuchó. Esa noche, por curiosidad, buscó ‟Bionicle historia” en su teléfono. Y no supo por qué, pero se sintió parte de algo que había ocurrido mientras ella no miraba.
Un adolescente fanático llevaba puesta una camiseta con el logo de los Toa Nuva. Apenas supo de la exposición, fue directo al parque. Sacó fotos desde todos los ángulos. Una señora le preguntó si eran ‟del Fortnite” y él rio. Subió una foto con los seis juntos. En la descripción escribió:
‟Crecí con ellos. No me enseñaron a pelear ni a sentirme querido conmigo mismo... me enseñaron a seguir de pie.”
Horas después, esa publicación tendría más de mil corazones. Alguien comentó:
‟Yo también los veía como mis guardianes.”
El chico sonrió. No estaba solo.
Todos los días a las cinco de la tarde, una anciana caminaba con su bastón, siguiendo siempre la misma ruta. Cuando las figuras aparecieron, pensó que eran ‟muy modernos.” Pero al pasar junto a ellas por cuarta vez, se detuvo.
Hay algo noble en ustedes. —les dijo al aire— Como si vigilaran este lugar.
Se sentó en la banca más cercana. —Yo también fui guardiana, ¿saben? —les confesó con una sonrisa triste. —De mi familia. De mis hermanos. Y hasta de un marido que era un viejo terco.
No esperaba respuesta. Pero al mirar al Toa blanco, con su máscara inexpresiva, sintió que la comprendía.
No muy lejos de los Toa, bajo una carpa azul verdoso apenas levantada, se apilaban cajas de cartón marcadas con etiquetas descoloridas. Algunas tenían polvo, otras aún conservaban pegatinas viejas con precios en moneda antigua. Junto a ellas, como vigilantes de otro tiempo, había dos pequeñas figuras con miradas brillantes.
Uno rojo y amarillo, de ojos firmes y postura orgullosa, se mantenía en lo alto de una torre improvisada de cajas. A su lado, uno azul de aire sereno parecía más interesado en el suelo que en las alturas. Eran dos Matoran. Algunos visitantes los reconocían. Otros, simplemente los miraban como parte de una decoración curiosa.
El niño curioso volvió al parque, con sus crayones en mano. Pero esta vez, antes de correr hacia ‟la Capitana Ola”, se detuvo ante las figuras pequeñas.
¿Y ustedes quiénes son? —susurró. No hubo respuesta, claro. Pero algo en su mente empezó a inventar. —Tú eres el que hace los planes —le dijo al Matoran azul—, y tú, el que se mete en problemas —añadió mirando al rojo. Se sentó a dibujar en el suelo, convencido de que esos dos también eran parte de la aventura submarina.
Uno de los encargados del pequeño evento se quedó viendo sutilmente lo que hacía el niño. No cobraba entrada ni vendía nada. Solo estaba ahí para compartir. Tenía casi cuarenta años, pero hablaba de Bionicle como si todavía tuviera doce.
Estos son los Matoran —le explicaba a una madre joven con su hijo—. Eran los aldeanos, los que mantenían todo en marcha mientras los Toa luchaban. ―Le brillaban los ojos. —Muchos los olvidan, pero sin ellos, no había historia.
Cuidaba las figuras con más atención que a su propio almuerzo. De vez en cuando, las limpiaba con un pincel suave. No por polvo, sino por respeto.
El adolescente fanático no se esperaba la carpa. Creyó que solo estaban los Toa. Al ver los Matoran, contuvo un grito de emoción.
¡Maku y Takua! —susurró como quien ve a viejos amigos.
Tomó fotos, claro. Pero esta vez, no las compartió de inmediato. Solo se quedó un rato mirándolos, sintiendo cómo una parte de su memoria, quizás más frágil y más humana que los héroes de aquella leyenda despertaba.
Un año antes, en una ciudad distinta, lejos del verde intenso del parque actual, sucedió algo parecido.
Nadie lo había anunciado con demasiado bombo y platillo. Solo algunos carteles viejos, un pequeño foro de fans, y una publicación perdida en redes. Pero los que sabían supieron. Y los que no sabían se enteraron al pasar.
En el centro de un prado perfectamente podado, los seis Toa aparecieron. No como hologramas ni como versiones modernas, sino con sus formas originales, tal como salieron por primera vez de los frascos Toa en 2001. Rígidos, sencillos, vibrantes.
Un muchacho pasaba por ahí camino a casa. Llevaba una mochila con libros de universidad y auriculares que bloqueaban al mundo. Pero al verlos alineados como soldados listos para un desfile se detuvo.
Kopaka, Lewa, Onua, Tahu, Pohatu, Gali.
Se quedó quieto. Sintió que volvía a tener ocho años. Recordó el sonido de las piezas al separarse, la emoción al armarlos por primera vez, y el olor plástico que tenía su cuarto por aquel entonces. Se sentó en el pasto, pero no dijo nada. Solo los miró.
Una niña que pasaba por ahí con su padre se detuvo al ver las estatuas de los Toa, volteó a ver a su padre y preguntó:
¿Papá, quiénes son estos héroes?
Son de una historia que parecía imposible, pero que se sentía real.
¿Y todavía viven?
El padre sonrió.
De cierta forma, sí. Mientras alguien los recuerde.
Un anciano que llevaba un bastón curvo fue al parque solo por costumbre. Ya no leía bien los carteles. No conocía a esos personajes. Pero les encontró algo familiar. Eran figuras de otro tiempo, pero no eran solo muñecos.
Ustedes también están hechos de recuerdos, ¿verdad? —les dijo.
Y el viento, como entonces, pareció asentir.
Alguien tomó una foto ese día. No fue viral, no fue compartida en masa. Pero quedó guardada. Un año después, un organizador de la nueva exposición la encontró y la imprimió. La colgó en la carpa, entre cajas y Matoran.
Y debajo escribió, con un plumón azul:
‟Donde se alzan los Toa, siempre habrá quien recuerde. Donde se recuerde, siempre habrá esperanza.”
Ese día, bajo la luz amable de un cielo sin prisas, el parque fue tomado por una atmósfera nostálgica y festiva. Entre cajas apiladas y carpas improvisadas, se llevó a cabo una exposición muy especial: una celebración de aquellas figuras que marcaron los primeros años de tantos. Los más veteranos se acercaban con sonrisas discretas, mientras los más jóvenes descubrían con asombro lo que había encantado a generaciones pasadas.
Un Matoran blanco (Kazi) con mirada inocente y movimientos algo torpes se convirtió en el rostro del evento. Sostenía un vaso de bebida de una cadena que ya no estaba allí, y unos ramilletes de globos morados y otros amarillos con caras sonrientes flotaban en el suelo al lado de las cajas, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. A su lado, un Matoran azul (Dalu) de aspecto más salvaje ofrecía ver las cajas con más figuras de lo que fueron esos años maravillosos a quien se le acercara con curiosidad.
La dinámica no era comercial. Nadie vendía, todos compartían. Varios asistentes regalaban figuras a quienes demostraran algún cariño genuino por ellas, sin importar si eran fans desde hace años o si apenas las conocían. Se trataba de transmitir algo más que plástico y articulaciones: se trataba de entregar recuerdos, de sembrar nuevas memorias en otras manos.
Detrás de las cajas, otro Matoran verde (Piruk) y de ojos rojos observaba en silencio. No parecía amenazante, sino más bien simpático y protector. Como si custodiara un legado que aún tenía mucho por ofrecer a pesar de los años que han pasado.
Y así, entre risas, intercambios y miradas que buscaban reencontrar al niño que alguna vez fueron, la exposición cumplió su propósito: revivir la magia que había nacido en aquellos primeros años, y dejar que siguiera caminando hacia el futuro en los bolsillos, mochilas y sonrisas de los visitantes.
Volviendo al presente, en aquel parque donde se colocaron las estatuas de los Toa, había caído la noche de una manera tan tranquila que parecía que nadie se había dado cuenta del cambio. Cuando el parque quedó en silencio, con las hojas crujientes movidas por la brisa, las estatuas no se movieron. No podían. Pero algo en ellas parecía seguir despierto.
A lo lejos, un niño pequeño le explicaba a su padre que esos eran los protectores del mundo. Una adolescente leía en línea sobre el Universo Matoran. Un adulto se reencontraba con su infancia. Una anciana dormía soñando con hielo y fuego, agua y viento, tierra y rocas.
Y sobre todo eso, bajo la luna, los Toa permanecían firmes. Como si su misión no hubiera terminado del todo.
El viento se coló entre las lonas y movió suavemente las cajas. Las dos pequeñas figuras no dijeron nada, no cambiaron de postura.
Pero si uno prestaba atención... parecía que el Matoran azul miraba al rojo con paciencia, y que el rojo levantaba la mano, saludando a un recuerdo que pasaba volando. Porque, aunque no tenían nombre para muchos, seguían siendo parte de algo más grande...
Parte del mundo que aún soñaba con héroes...




Me encanta como escribes. Transmites calma y cosas mundanas en tus palabras.
ResponderBorrarClaro que sí, así soy
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